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En repetidas ocasiones nuestro señor presidente se ha referido a la muerte. No a la de alguien en particular; no, a la suya.
Ha dicho varias veces su sometimiento (aunque no quisiera) a los designios del creador y de la ciencia médica. Y lo ha expresado, con aparente sinceridad, en sus conferencias matutinas. No he registrado cuántas con exactitud. Para eso está Luis Estrada.
Pero no hace falta la exactitud del dato. Sus palabras han sido casi siempre idénticas:
“…gracias a la ciencia, a la vitamina pueblo y al Creador. Estoy muy bien de salud, estoy rebién, incluso me puedo parar en un solo pie… (19 de mayo de 2018, antes de las elecciones)”.
Tiempo después (2024), en un tono más sombrío, expresó:
“…Tengo desde hace algún tiempo un testamento y ya siendo presidente le agregué un texto que tiene, como lo dije en el video, el propósito de que en el caso de mi fallecimiento se garantice la continuidad en el proceso de transformación y que no haya ingobernabilidad y que las cosas se den sin sobresaltos, sin afectar el desarrollo de país, garantizando siempre la estabilidad y el que se avance en el proyecto que hemos iniciado…”
Esas líneas reflejan algo singular. Un testamento es un legado de bienes materiales. Conceptos como continuidad, transformación, gobernabilidad, se pueden interpretar como un monárquico pliego de mortaja. No son bienes transferibles, heredables o algo parecido.
Pero de eso ya ha pasado mucho tiempo.
Sin embargo, la muerte ha vuelto a aparecer en el discurso presidencial, sin aparente necesidad.
Hace unos días, como si ya el final del gobierno estuviera para pasado mañana y no quedara –ni se necesitara–, tiempo para más; emocionado y autocomplacido, el Ejecutivo de la Transformación Nacional, el creador del Humanismo Mexicano y el revolucionario de las conciencias, nos dijo así, al conocer la disminución de la pobreza en el país:
“…me podría retirar, me podría morir tranquilo, porque imagínense que teníamos un sueño, buscábamos un ideal millones de mexicanos: que se redujera la pobreza y disminuyera la desigualdad. Resulta que ya lo logramos”.
Ya lo logramos. Bueno.
Pero eso no debería ocasionar los fúnebres pensamientos de la muerte tranquila, ni siquiera su mención, de ninguna manera. Nadie quisiera saber esa triste noticia. Al menos yo le pido al señor presidente un favor, no se nos muera usted, sea tan amable. Y le leería estas líneas cuya maestría lograr encierra todo:
—¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía.
“Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros y el que es vencido hoy ser vencedor mañana”.