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Metieron las manos en el humo y la ceniza y poco a poco, con la infinita paciencia del escultor de gárgolas o tejedor de columnas, le regresaron la vida a Notre-Dame; un soplo de artesano tenaz atravesó el enorme rosetón de su fachada y le infundió un aire renovador para cristalizar de nuevo los emplomados de colores vespertinos e instaló de nuevo la misa de fantasmas donde sentado Napoleón conversaba con el Imperio coronado, mientras los sigilosos rumores fantasmales de los escarpines de Luises y Valois, arrastrados por las baldosas, buscaban y rebuscaban el casquillo de la bala de un amor de tortura convertida en meteoro fugaz con cuyo estruendo Antonieta Rivas Mercado se arrancó la vida –como quien se despoja de una mantilla o derriba un ángel del capitel de una columna–, en una tarde neurótica de locura y desesperación.
Una vez más, como ha ocurrido a lo largo de los siglos mudos, la catedral recitó su encíclica de piedra perdurable envuelta en la luz del festejo, por su inacabada restauración, frente a los ojos del mundo incapaz de otra cosa más allá de sorprenderse por la contundencia de sus torreones y la levedad de su rotunda silueta no obstante su apariencia de enorme majestad litúrgica asentada en el tiempo, papisa de todas las iglesias del mundo.
Por eso se vuelve ágil en los ojos de la memoria, porque como nos enseñó Pablo Picasso –quien se hartó de pintar los muelles del Sena, los puentes, la isla de la Cité, el “vert galand” y esa señora –siempre nuestra señora, ahora y en la hora– de cara o de dorsal, cuyo edificio le conmovía más por detrás, no tanto por el frente, según le decía a Gilbert Brassai, su amigo, confidente; su fotógrafo habitual, su crítico, su amigo a veces distante, a veces constante.
–“¿Ha fotografiado Notre-Dame por detrás, a mí me gusta más vista de espaldas que de frente…”
Vista de espaldas, como si fuera una imagen erótica. Vuelvo a Brassai:
“…entre las imagenes eróticas veo un boceto que recientemente hizo Picasso al volver de uno de sus paseos con Kazbek a lo largo del Sena. Inspirado sin duda por los pintores aficionados que pululan con sus caballetes al asalto de “el tema”, Picasso ha dibujado los muelles repletos de monos que, pinceles en mano, –algunos incluso colgados de las ramas–, pintan Notre-Dame”.
–¿Quién no la ha dibujado desde el río en una tarde de frío?
Pero ya sea prodigio de los siglos, paisaje de urbanismo folclórico y decadente, escenario replicado en cinematografía de notoria baratura, hundido en los ojos de una Esmeralda perdida en el inalcanzable escote de Gina Lollobrigida, la enorme catedral permanece por los siglos a través de su rotunda majestad casi celestial, como recuerdo vivo de otros siglos y otras grandezas, más allá de los elaborados lugares comunes de turistas, “selfies” y recuerdos vagabundos.
Pero si ya le dijo Cristo a Pedro el destino invulnerable de su Iglesia, “et portae inferi non prevalerebunt adversus eam” (… Y contra ella no prevalecerán las puertas del infierno), las lenguas de lumbre no pudieron –como no ha podido el tiempo sin destino–, contra esta catedral de todos los años frente a cuyas ojivas y contrafuertes, nervaduras y columnas, han transcurrido siete siglos de historia, cuando menos.
Cincuenta jefes de Estado, embajadores, nuncios, magnates y celebridades acudieron a la fiesta del rescate histórico. Emocionado el presidente Macron, atacado por el excesivo costo de la obra, según trasnochados jacobinos y avariciosos de la austeridad sin sentido, les explicó a propios y extraños cómo París vale una misa, y Notre-Dame, mereció en su terapia 700 millones de euros… y aún falta.
El único mexicano relevante –además de Salma Hayek–, fue el arquitecto Alejandro Arredondo, quien participó en la reconstrucción con ágiles drones, cuyos ojos, como el pintor puntillista francés, Seurat, hicieron con puntitos el mapa de los exteriores afectados.
Hoy, Nuestra Señora, ahora y en la hora…