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Ya solo quedan unos cuantos días en el santoral cuatro teísta para practicar la devoción a Pancho Villa, decretada por nuestro señor presidente a principios del 2023, año de infausta memoria. Y no por esta efeméride.
Es una pena la ausencia de Villa, porque también en estos postreros días del calendario, el mismo adalid de las conciencias revolucionadas, nos propone o sugiere o anuncia, como se quiera ver, una nueva consulta: preguntarle al pueblo, cuya voz es la voz divina; si quiere o no quiere corridas de toros en el imperio futuro de la Cuarta Transformación cuyo segundo piso ahora nos promete la heredera dinástica del morenismo a perpetuidad.
¿Y eso? ¿Tienen alguna relación Pancho Villa, la encuesta sobre festejos taurinos y la revolución de las conciencias?
Pues quizá si porque en tan importante materia el señor Villa no podrá participar. Si lo pudiera hacer, así fuera con una Ouija, se pronunciaría de manera entusiasta y quizá hasta obligatoria, por la permanencia de las corridas de toros.
¿La razón? Él mismo toreaba. No era matador de toros. El nomás era un ventajoso asesino de hombres. Esa cosa de matar la reservaba para sus congéneres, pues ya sabe de la agilidad en el gatillo de don Doroteo, cuya historia de crímenes es tan larga como su falsa leyenda, así el poeta peruano JSCH, (bien ajustado en la nómina de la División del Norte), lo haya llamado “bandolero divino”. Lo de divino está por verse, lo otro, pues salta a la vista.
Pero no es esa la materia de este asunto de hoy. La miga de esta columna dominical es taurina. No divina. Pronto nos pedirán una consulta para determinar si el pueblo (o la IV-T) afirma o niega la existencia de Dios.
Pero mientras eso ocurre, me remito a una especie de crónica de otro hombre de letras, John Reed (en la nómina villista y hasta leninista, pues por eso yace en la Plaza Roja) quien cuenta cómo toreaba de mal don Pancho, pero “se tiraba al agua”, cómo no.
“…Nunca se perdía una corrida de toros.
“Y todas las tardes a las cuatro se le podía encontrar en la gallera, peleando sus propias aves con el entusiasmo de un niño. Más tarde jugaba baraja en algún garito.
“Algunas veces, bien entrada la mañana, enviaba un correo tras Luis León, el torero, y telefoneaba en persona al rastro preguntando si tenían toros bravos en el corral. Casi siempre tenían uno. Y todos nos subíamos a los caballos y cabalgábamos por las calles, hasta llegar a los grandes corrales de adobe.
“Veinte vaqueros separaban al toro de la manada, lo lazaban, amarraban y le cortaban los agudos cuernos, entonces Villa, Luis León y cualquier otro que quisiera, tomaba los capotes rojos profesionales y se bajaba a la plaza.
“Luis León, con cautela profesional; Villa, tan testarudo y torpe como el toro, lento de pies, pero ágil de cuerpo y brazos como un animal. Villa caminaba derecho hacia el burel que bramaba furioso y con su capa doble le golpeaba insolentemente la cara, así durante media hora continuaba el mejor deporte que yo jamás haya presenciado.
“Alguna vez los cuernos serruchados del toro atrapaban a Villa por la parte trasera de los pantalones (bonita forma de llamarle al culo, Mr. Reed), y lo lanzaban con violencia hasta el otro lado de la plaza; entonces se levantaba y agarraba al toro por la cabeza y luchaba con él; el sudor le escurría copiosamente por la cara hasta que cinco o seis compañeros agarraban la cola del toro y tiraban de él dejando surcos y vociferando…”
Si ese “deporte” cuya vitalidad primitiva tanto conmovió a John Reed era o no toreo, carece de importancia. Cuando jugaba con los animales, Villa era cobarde y ventajoso. Era un “forcado”; no un torero al estilo sevillano o rondeño y la práctica del “afeitado”, lo pinta de cuerpo entero.
Este fue el año de Villa. El próximo, será de Hidalgo… quien igual toreaba.