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Número cero/ EXCELSIOR

La lucha contra la corrupción y la impunidad en el gobierno de López Obrador se desarrolla en universos paralelos. Resulta difícil entender que se rehúse a denunciar el espionaje que sufrió en el sexenio de Peña Nieto, al tiempo que impulse una consulta popular para juzgar a los últimos cinco expresidentes. O que se aliente la expectativa de que ésta conduzca a acciones judiciales contra ellos, mientras la FGR se abstiene de ver las denuncias de ataques en México con la red de espionaje Pegasus. El discurso anticorrupción y las acciones contra la impunidad se mueven en realidades distintas.

Cómo interpretar estos universos múltiples si, por un lado, estallan escándalos de corrupción y se llama a la ciudadanía a pronunciarse contra sus posibles responsables, y luego, en la dimensión legal, desaparecen los indicios de delitos con qué seguir las indagatorias. La intervención masiva de comunicaciones privadas del caso Pegasus hiere al Estado de derecho, pero las máximas autoridades del Estado no se sienten legalmente obligadas a denunciar ese abuso de poder, como exige el artículo 222 constitucional. Y la FGR desecha investigaciones sobre espionaje por falta de evidencias con que amparar a la ciudadanía. Puede explicarse que se reconozca el delito y no se actúe contra esa violación de derechos humanos, como si se tratara de una paradoja normalizada, o como si Pegasus, en realidad, fuera materia del género de lo fantástico. ¿Es que acaso el Presidente sólo quiere condenar la corrupción del pasado y dejar a la impunidad en un mundo paralelo que preserve a gobiernos como el de Peña Nieto?

Esta semana un consorcio de periodistas, Forbidden Stories y Amnistía Internacional, reveló un escenario preocupante de espionaje dentro de numerosos países, en cuya lista de afectados figura López Obrador y su familia. En México, esta red adquiere dimensiones desproporcionadas, de un tercio del total de 50,000 teléfonos identificados en el mundo. Pero, aparte de la magnitud, nada que no se supiera en el país desde 2017, cuando se denunció la compra irregular de software a la firma israelí NSO por agencias gubernamentales. La averiguación duró poco y se archivó tras ocho meses, y aunque la retomó el nuevo gobierno, su actuación no ha sido muy diferente al anterior.

Las denuncias en la prensa no se corresponden con averiguaciones en las fiscalías, son mundos paralelos. El mundo de la política admite el hackeo de comunicaciones, como Ricardo Monreal, que agradece a Osorio Chong haberle avisado de espionaje para salvar su vida. Las elecciones se han vuelto escaparate de filtraciones grabadas ilegalmente y periodistas o defensores de derechos humanos caen dejando sus números en las listas de dispositivos hackeados. Pero la FGR cierra los ojos y aduce falta de capacidad de análisis periciales de los dispositivos, lo cual inhabilita su autonomía.

Tanto el gobierno de Peña Nieto como el de López Obrador han negado el espionaje político, pero no hay resultados de investigaciones, ningún detenido y, en ambos casos, las pesquisas se orientan a indagar delitos administrativos cuando lo más grave es la implicación penal del espionaje político para los derechos humanos. Parecieran tratarlo como un asunto de procedimientos en la compra del equipo o corrupción de servidores públicos, en vez de un crimen contra el derecho a la privacidad, libertad de expresión y las mínimas garantías democráticas. El informe de la UIF sobre los identificados “maléficos” que fueron espiados repite el mismo enfoque centrado en las empresas involucradas en una compleja red de intermediarios fantasmas que contrataron Pegasus, pero antes y ahora el rastro se pierde en la FGR como en un agujero negro en el que desaparece toda evidencia de que alguna agencia lo instalara en algún dispositivo. ¿Quién tiene las grabaciones?

El gobierno tiene la responsabilidad de la seguridad nacional, para la que se autorizan estas tecnologías contra el terrorismo o el crimen organizado. Pero antes está garantizar la seguridad privada y rendir cuentas del espionaje político. Es tan riesgosa la impunidad para la credibilidad pública que el Presidente ofrece buscar certificadores internacionales para asegurar que ya no se espía en su gobierno. Antes que eso, el esclarecimiento de los hechos es imprescindible como un problema político que ni éste ni el anterior gobierno quieren ver en realidad: el Estado comete un grave abuso de poder con el espionaje, ése es el punto.