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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

Los 11 puntos del plan presidente López Obrador contra la crisis económica forman parte del síndrome de abstinencia que lo lleva a recogerse en su proyecto, encerrarse en sí mismo, refugiarse en la propia intimidad de sus ideas, prejuicios y temores ante el cúmulo de problemas que irrumpen con la emergencia sanitaria del COVID-19. Constituyen un conjunto de signos reveladores de la situación muy negativa que enfrenta su gobierno y el país, pero, sobre todo, el error de pensar que puede salvar su liderazgo y popularidad, aunque prescinda del funcionamiento del gabinete, las instituciones y de un acuerdo de unidad para evitar el hundimiento de la economía.

El Presidente se niega a aceptar que el liderazgo de los votos no alcanza para sacar el país en solitario y que necesita armar una amplia coalición de nuevos apoyos políticos y económicos si quiere salvar vidas, como hizo con el acuerdo con los hospitales privados, así como un pacto social para reactivar la economía. Pero la interlocución con los empresarios se tiñe de desconfianza sobre su capacidad para crear dos millones de empleos, como promete su plan, mientras se cierran puestos de trabajo. Las figuras económicas del gabinete —Arturo Herrera y Alfonso Romo— desaparecen sin poder resolver el falso dilema de crecimiento o bienestar. La comunicación con los gobernadores se recorta a transmisión de mensajes públicos para evitar solicitudes de apoyos económicos en privado. Ante ello, el Presidente profundiza la política de austeridad, como si le sirviera para encapsular los problemas y evitar malas experiencias de rescates económicos pasados.

En economía, su voz es la única que cuenta, a diferencia de la emergencia del COVID, donde sí ha podido penetrar la opinión científica y de expertos, como López-Gatell. El distanciamiento del Presidente con los problemas deja vacíos que nadie puede llenar, aunque instituciones autónomas como el Banco de México han tenido que salir a tratar de cubrir la retaguardia de la economía con una oferta de créditos por el equivalente al 3.3% del PIB que evite las quiebras de empresas e insolvencia del sector financiero.

Pero el liderazgo solitario del Presidente no puede sustituir la colaboración institucional, a riesgo de que su gobierno sea rebasado por la crisis, cuando se aproximan los momentos más difíciles de la pandemia y su impacto en la economía. Ni siquiera la tentativa de aprovechar la crisis para “demostrar que hay otra forma de enfrentarla” puede avanzar en la descoordinación de esfuerzos y la confusión de acciones por la sujeción a cálculos políticos o de popularidad. La tarea de sumar esfuerzos y construir acuerdos tendría que ser la prioridad del Presidente para evitar un mayor empobrecimiento del país.

Mas el discurso del Presidente deja poco lugar a la colaboración porque atrinchera sus directrices en la confrontación. Entiende la crisis como otra fase de la lucha por la hegemonía política y oportunidad para imponer su proyecto, incluido el desmantelamiento del aparato de Estado. Sus últimas medidas descansan en mayores recortes en salarios y estructuras de gobierno, de lo que espera obtener suficientes recursos para proteger al 70% de las familias mexicanas sin tener que contratar deuda, como casi todos los planes de rescate económico de otros países.

No repara en que el debilitamiento de las instituciones y el abandono de servicios básicos de los gobiernos “neoliberales” no sólo explican el aumento de la pobreza, sino que, también, representa el mayor fallo para la expansión de la pandemia. El Presidente se ha beneficiado del discurso de los últimos años de políticos que socavan el funcionamiento de las instituciones democráticas, prestigio de la ciencia y la cooperación. Pero hoy son tres elementos indispensables para organizar y financiar la respuesta a la crisis. Su ausencia no la puede llenar nada, aunque el vacío es terreno fértil para soluciones autoritarias e intolerantes, cuyas posibilidades crecen con los efectos devastadores de las crisis cuando se comience a ver el final del túnel.