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La presidenta Sheinbaum presentó hoy el “Plan Michoacán por la Paz y la Justicia” tras el asesinato del alcalde Carlos Manzo. La estrategia tardía busca reconstruir la paz, pero su anuncio plantea una pregunta inevitable: ¿por qué no antes?
“Lo que quieren es criticar, porque si no se presenta algo o si se presenta, siempre van a estar criticando”, dijo Sheinbaum al anunciar su proyecto para Michoacán. Sin embargo, la frase que pretendía desarmar a la oposición terminó exponiendo un dilema más profundo: si el plan ya existía, su tardanza se mide en vidas; y si fue improvisado tras el asesinato de Carlos Manzo, confirma que el gobierno no actúa con estrategia ni con visión de Estado, sino sólo con reflejos de emergencia, para salir del paso y contener el costo político del momento.
Sería mezquino descalificar la presentación del Plan Michoacán por la Paz y la Justicia que la presidenta Claudia Sheinbaum dio a conocer este martes durante su conferencia matutina.
El anuncio, centrado en tres ejes —seguridad, desarrollo y cultura de paz—, representa un intento por dar coherencia a una política de seguridad distinta de la estrategia militarizada que predominó en el pasado, pero también tiene, como principal objetivo, una operación de control de daños frente al impacto político y social que provocó el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo.
Fue asimismo un gesto político y administrativo que busca proyectar autoridad frente a un crimen que cimbró a México: el asesinato del edil michoacano. El homicidio, brutal y simbólico, reveló una vez más la vulnerabilidad de los gobiernos locales en una entidad donde la violencia no se dispersa, sino que se ha enquistado.
Durante su intervención, Sheinbaum pronunció una frase que resume su postura frente a los cuestionamientos: “Lo que quieren es criticar, porque si no se presenta algo o si se presenta, siempre van a estar criticando”. La declaración fue un reflejo del tono defensivo que suele adoptar ante las preguntas incómodas.
La observación no carece de razón. En un país polarizado, cada anuncio presidencial se convierte en terreno de disputa. Pero el punto no está en criticar por sistema, sino en examinar el momento y el sentido de las decisiones. La pregunta legítima es ¿por qué un plan de esta magnitud, si en verdad estaba previsto desde antes, no se ejecutó oportunamente?
El Plan Michoacán fue presentado como una estrategia integral de largo aliento, pero en realidad nació bajo la presión de un asesinato político. Esa coincidencia temporal —entre la tragedia y la reacción gubernamental—, abre la sospecha de una improvisación revestida de discurso humanista.
Si el plan existía desde antes, ¿por qué no se compartió con el gobernador y los presidentes municipales cuando aún era posible prevenir crímenes como el de Manzo? La coordinación institucional no debería activarse tras el desastre, sino antes de que la sangre llegue a las portadas de todos los periódicos y revistas y se convierta en hecho viral en las redes a nivel mundial.
Michoacán no es un territorio que requiera diagnósticos recientes. Desde hace décadas, las estructuras criminales, el cultivo ilegal y las redes de extorsión han erosionado el Estado de derecho. En esa geografía donde la autoridad se repliega, cada nuevo plan federal parece una reedición de promesas ya escuchadas.
Un “Estado humanista” que nadie logra definir
La presidenta afirmó que su gobierno “jamás” adoptará estrategias de guerra, recordando el desastre de la llamada “guerra contra el narco”. Su distancia con Calderón y Peña Nieto es ideológica y discursiva: rechaza el uso de la fuerza como principio rector y apuesta por la justicia social como antídoto de la violencia. La propuesta, en teoría, es consistente con la visión de un Estado supuestamente humanista.
El gobierno insiste en definir su doctrina como un Estado humanista, una entelequia tan difusa que parece servir para justificar cualquier cosa: desde la inacción hasta la propaganda. Nadie ha explicado qué demonios significa en términos reales. No es un modelo económico, ni una política pública, ni una teoría política reconocible. Es apenas un eslogan útil, como para vender refrescos de cola o jabones de tocador, toallas, papas en bolsa, café o chocolates, que les sirve para maquillar decisiones improvisadas con un barniz moral. Si todo cabe dentro del “humanismo”, entonces nada se somete al escrutinio, y la justicia se vuelve una cuestión de fe, no de resultados.
Sin embargo, la realidad impone otra lectura: los municipios siguen atrapados entre la presión criminal y la indiferencia burocrática. La Guardia Nacional patrulla, pero no sustituye al poder civil.
En ese contexto, el Plan Michoacán se presentó como una especie de salvavidas político y moral. Su tono conciliador y su insistencia en “la paz desde abajo” intentan equilibrar el discurso de fuerza con una narrativa de reconstrucción social. Pero entre el anuncio y la acción siempre hay un abismo.
Sheinbaum habló de fortalecer la presencia federal en esa entidad mediante unidades conjuntas de seguridad, una fiscalía especializada y oficinas de la Presidencia en municipios clave. Prometió, además, mesas de coordinación y sistemas de alerta para los alcaldes en riesgo. Son medidas correctas, aunque tardías.
La presidenta no improvisó en el diseño técnico del plan, pero sí en el calendario político. La diferencia es sustancial: cuando la estrategia llega después de una muerte emblemática, su legitimidad nace condicionada por la urgencia y el duelo.
La historia mexicana está llena de planes que surgieron tras la tragedia. Cada vez que un funcionario es asesinado, la administración en turno reacciona con una nueva estructura, una andanada de frases manidas, un programa o una promesa temporal. El patrón se repite: la violencia produce el plan, no al revés.
Lo paradójico es que el discurso presidencial insistió en la prevención, pero el momento elegido para presentarlo contradice ese principio. Una política preventiva que se anuncia tras el crimen se convierte, por definición, en un remedio post mortem.
Los tres ejes del plan —seguridad y justicia, desarrollo económico con equidad y cultura de paz—, son indiscutiblemente valiosos. Sin embargo, su eficacia dependerá de que los diagnósticos sociales no se queden en la retórica. Los jornaleros agrícolas, por ejemplo, llevan años denunciando las extorsiones en el negocio del aguacate, sin que nada cambie; lo mismo ocurre con los productores de limón.
El componente económico del plan promete salarios dignos y seguridad social para los trabajadores del campo. Pero sin una reforma estructural en los sistemas de intermediación y exportación —y, sobre todo, sin garantizar seguridad frente a los cárteles que controlan amplias zonas agrícolas—, esas promesas corren el riesgo de quedarse sólo en gestos simbólicos. Servirán, acaso, para lavarle el rostro al gobierno en sus conferencias matutinas y ante sus fieles, pero no ante los millones de agraviados y vilipendiados de la clase media, que con sus impuestos siguen llenando las arcas del Estado. De los grandes empresarios, políticos y familiares de la nomenklatura del establishment ya ni hablamos: están con ellos por conveniencia y enriqueciéndose cada día más.
En el plano educativo, Sheinbaum propuso más preparatorias, universidades y becas de transporte para jóvenes michoacanos. En su lógica, la educación es la muralla contra la violencia. Tiene razón: un joven en la escuela es un joven fuera del crimen. El problema es que las escuelas no se construyen en una semana, ni las becas se transforman en seguridad inmediata.
El eje cultural del plan, con sus escuelas de paz, centros comunitarios y festivales de arte, suena más a una aspiración que a una política de emergencia. Las comunidades michoacanas necesitan seguridad tangible, no sólo símbolos de reconciliación.
Cuando Sheinbaum dice que la paz no se impone con la fuerza sino “con las personas”, apela a una idea noble, pero difícil de sostener sin un aparato de Estado que garantice justicia efectiva. Las comunidades no pueden ser las únicas encargadas de reconstruir lo que el Estado no supo proteger.
El poder en modo “control de daños”
El asesinato de Manzo reveló precisamente eso: la soledad de los municipios frente a la delincuencia organizada. Los alcaldes gobiernan entre amenazas, sin recursos ni respaldo real. La Guardia Nacional puede reforzar la presencia, pero no sustituye la confianza institucional.
A nivel político, el Plan Michoacán también busca reposicionar a la presidenta en el debate público. La tragedia le dio la oportunidad de mostrarse activa, empática y decidida. En ese sentido, el plan cumple una función de control del daño político.
Pero el riesgo de ese cálculo es evidente: cuando la política de seguridad se confunde con la administración de la imagen, la justicia pierde contenido, y lo que debería ser una estrategia de Estado se convierte en un relato de gestión.
Michoacán necesita cooperación internacional para frenar el flujo de armas y dinero ilícito y en ese aspecto, la presidenta tiene razón al rechazar el intervencionismo estadounidense, pues la soberanía mexicana no se negocia con agencias extranjeras. Sin embargo, la defensa de la independencia nacional no debería implicar el aislamiento operativo.
En sus conversaciones con diputados, empresarios y comunidades, Sheinbaum detectó un sentimiento común: indignación. Esa indignación es el punto de partida, pero no puede sustituir la política pública. Los ciudadanos no esperan condolencias, sino resultados. La reacción de los michoacanos fue doble: por un lado, reconocieron la intención de construir un plan integral; por otro, percibieron que llega con el retraso propio de un gobierno que responde más que anticipa. Esa dualidad traspasa todo el mensaje presidencial.
Si el plan fue concebido antes del crimen, su presentación tardía constituye una falla de previsión, pero si en cambio, se elaboró tras el asesinato, revela más que nada un impulso reactivo que desmiente la planeación institucional. En cualquiera de los dos casos, la respuesta es tardía.
Hay que decirlo con claridad: el país no necesita más estrategias nacidas al calor de la tragedia, sino políticas que se anticipen a los hechos y no se erijan como monumentos a los muertos.
Esa es la diferencia entre gobernar con visión o reaccionar por urgencia.
Carlos Manzo representaba a los servidores públicos que todavía creen en la política como servicio. Su asesinato debería provocar una reflexión profunda sobre el abandono en que viven los municipios frente a los poderes criminales, y no convertirse en pretexto para inaugurar planes de emergencia.
En el fondo, el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia puede ser un paso correcto, pero su oportunidad es discutible. La seguridad no puede administrarse como una campaña, ni la paz decretarse desde el micrófono de la Mañanera. La violencia se enfrenta con un Estado fuerte y previsor, no improvisador.
La presidenta tiene razón en una cosa: los críticos siempre existirán. Pero, ella —que está curtida en las lides de los mítines universitarios y muy acostumbrada a criticar—, debe saber que esta no es enemiga del poder, sino su medida. Y mientras los planes nazcan del duelo y no de la previsión, la política seguirá corriendo detrás de los hechos que promete evitar.
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