NÚMERO CERO/ EXCELSIOR
La madre de todas batallas se consumó, al precio que fuera, como hito de redención de la corrupción en una guerra inédita con el Poder Judicial. El resultado legislativo sepulta a una oposición degradada de honores y da al oficialismo una victoria para profundizar el “cambio de régimen” con su agenda de reformas, aunque sobre un rastro pestilente que dejó el combate en el Senado.
La manera como acabó de cocinarse la reforma judicial más importante en casi un siglo recuerda aquella frase celebre de Otto von Bismarck, quien decía que “las leyes, como las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen”. Pero imposible no ver el espectáculo en el Congreso de una jornada legislativa que a nadie inspira respeto por las presiones mafiosas con que se llevó a cabo. Morena y aliados aprobaron la reforma en solitario con tránsfugas de otros partidos bajo presiones y promesas de impunidad a presuntos delincuentes.
Por paradójico que parezca, la reforma contra la corrupción y la impunidad en el Poder Judicial salió de bucear en cloacas para conseguir el voto 86 que faltaba y sacarla adelante, además de preparar el escenario de las próximas. De la inmersión surgiría el senador panista Miguel Ángel Yunes Linares, exgobernador de Veracruz, como símbolo de degradación opositora que se vende barato por la larga cola de acusaciones e investigaciones sobre delitos que salpican a él y a su familia. La maniobra, que incluiría la licencia de Miguel Ángel Yunes Márquez a su curul para dejárselo a su padre, acabó de romper a la oposición y propinarle una contundente derrota.
A la traición de los Yunes se sumó la deserción de dos legisladores michoacanos del extinto PRD traspasados por las presiones y la huida del senador de MC Daniel Barreda, en medio de especulaciones sobre la detención de su padre. A la campaña que confeccionó la opositora Marea Rosa para obligar a jurar públicamente a los 43 senadores el voto en contra se le abrieron las costuras por la fracción del conservadurismo panista, que más denunciaba la reforma como el fin de la división de poderes por el giro de 180 grados en el Poder Judicial con el voto popular para elegir a los jueces.
Entre los saldos de la batalla está la duda que deja sobre el liderazgo y control de su partido del presidente del PAN, Marko Cortés; que suma otro revés tras la pasada elección y, aun así, trata de entronizar a su grupo en la dirigencia con Jorge Romero, su excoordinador en la Cámara de Diputados, como favorito para sucederlo. Es otra muestra de la disminución del tamaño de líderes como Cortés o el impugnado Alito Moreno del PRI, y su escasa perspectiva para agandallar las candidaturas de diputados y senadores para entregar a sus “leales”.
En la nueva caída de la oposición, aporreada desde la elección presidencial, retumban las veces que López Obrador los descalificó como “moralmente derrotados”. Hoy, el Presidente celebra un triunfo histórico sobre ellos y un poder que frenó importantes reformas y proyectos de su sexenio con fallos judiciales. La Corte es otro de los caídos en la batalla, pero mal hace en lanzar campanas al vuelo con la pretensiosa de que “vamos a dar un ejemplo al mundo” con una reforma apresurada e incierta… y parida con estratagemas que nos acercan más a políticas mafiosas que al apego intachable de los procesos democráticos, como quieren decir.
El país necesita que las leyes secundarias de la reforma y su implementación regeneren el acceso y la impartición de justicia desde los sótanos de la corrupción e impunidad. Morena tiene hoy la reforma que prometió a los electores, pero aún no puede decir que “cumplimos”. Tiene que demostrar que no fue para hacerse del control del aparato judicial ni politizar su integración o debilitar la justicia, como se teme de ella. La oposición difícilmente podrá impugnar esta reforma constitucional, ni con el apoyo de la Corte a alegatos sobre el proceso o de la mayoría que lo aprobó, haiga sido como haiga sido. El último esfuerzo del Poder Judicial fue una contrapropuesta fuera de tiempo y un paro indeterminado aún más remoto de sostener.
Ahora, toda la responsabilidad de que la reforma funcione es del gobierno entrante de Claudia Sheinbaum, que no podrá culpar a nadie del camino que ella misma escogió para construir su destino.