A mi hijo, el guerrero Moy que lucha nuevamente…
Se fue sin avisar; ni una tarjeta ni una llamada.
Nada en la víspera que anunciara su viaje y, para mal de ausencias, la pandemia lo alejó de eso que Alfredo Jiménez llamó el bullicio y la falsa sociedad, por ser hijo del pueblo.
Y cauta como cauto fue él, sencilla pero impactante como él exigía las notas cuando jefe de información, se asomó la fatal noticia que luego superó el sabor acre del dolor, o dígame usted ¿a qué sabe y a qué huele el dolor?, y se llenó de dulces palabras de colegas y amigas que arropan al medio periodístico con sus prisas sentimentales y sonrisas.
Y duele nuevamente el corazón del gremio que es modesto y es cabrón, que es bohemio y sabio porque ha abrevado de esas fuentes de información que nutren en la calle, en la cobertura de la marcha y el oloroso café de los desayunos con la conferencia de prensa, de la que nada tiene ésta que se ofrece en Palacio y ofende al sentido común y lastima a quienes, periodistas de verdad, la cubren.
Lo recuerdo una media tarde de canícula en el Metro. Camisa blanca arremangada y la corbata con el nudo a media asta y los lentes que avispaban la mirada clara –¿azul o gris?—y el saco al brazo. Iba a su casa a comer y platicamos breve de la tarea cotidiana.
Éramos vecinos de periódico y Bucareli nos separaba, compañeros en la brecha y cada quien a su redacción. Su esposa le decía Güero y él salpicaba la plática con alusiones de amor y respeto hacia ella. Porque, me confió en esa ocasión, la premisa de su esposa: “nomás no llegas a comer, Güero, y…”.
Y el Güero era metódico, práctico, siempre bien vestido. ¿Cuándo trabamos la amistad? No recuerdo, seguramente fue con esa enorme capacidad que tenemos los reporteros y las reporteras de parecer rebozos porque nos atoramos en todos lados y todo cubrimos: lo bueno, lo malo, lo no tanto.
¡Caray! Se fue como se fueron Juan Arvizu y Fernando Macías y José Luis Arenas y Juan Hernández y otros colegas en esta temporada de maledicencia, despuesito de haberlos abrazado en el encuentro fortuito.
Era muy de él la referencia “Mi’jo” “Mi’ja” y el apretón de hombros y de manos y la sonrisa franca, Te recuerdo, te recuerdo, te recordamos…
La noticia, decía, fue cauta. Pero apenas asomó en un breve mensaje, fue un golpe en el pecho que se reflejó en la mirada que no dejó pauta alguna para escapar una lágrima de esas de verdad que superan atavismos y hombres y mujeres sabemos derramar cuando nos duele el alma.
¡Caray! Se sumó a los que nos hacen falta, a esa pléyade reporteril que no se cansa de saludarse aunque se haya visto un día antes o por la mañana. ¿Cuántas veces platicamos con él?
¡Ah!, esos tiempos de la reporteada y piano piano nos hicimos amigos y, pasados los años, en una caminata después de asistir a la misa en memoria del hijo de Héctor Gandini, junto con mi compadre Abelardo Martín hablamos, ¡por supuesto!, de política y de periodistas.
Jefe de prensa en la policía capitalina y luego en el Senado y… ¡Caray!, ni una llamada y su partida nos rompe cualquier fortaleza. ¡Llore, mi’ijo!, ¡llore!, arengaría con esa natural consecuencia de llamar a las cosas por su nombre y asumir la voluntad de ser humano que es sensible y se quiebra frente al dolor y la tragedia.
Las redes, estas canijas redes, se inundaron de frases, palabras hiladas con dolor, con el sentimiento noble de mis colegas que lo recordaron en toda su magnitud humana. Un gran ser humano que se fue discreto, cauto, sin estridencias.
Y, como suele ocurrir, más de dos nos quedamos con la comida pendiente, el café para platicar y hablar de periodistas y de políticos.
Todo el mundo se negaba a aceptar la partida del Güero.
Miguel Ángel López Farías, el memorial del que eres vigilante, tiene, lamentablemente, otro nombre que acompañará a los colegas que están recordados en ese espacio de homenaje que se decidió tener de colegas para colegas.
Me duele el corazón y el alma. ¿Cómo es ese sentimiento que nos pega inmisericorde? Cada quien lo sabe y rumia a su modo, aunque en este caso creo que la inmensa mayoría de reporteras y de reporteros que lo conocimos comulgamos con similar dolor.
Me cuentan que ya vivía en Querétaro. Y la conclusión, indudable, es que para un periodista cualquier lugar es el mejor para despedirse de la vida. Total, somos una especie singular, con características que ningún gremio tiene.
Lobos esteparios que cazamos en manada y degustamos en solitario la pieza que nos toca. Cada quien ha escalado en el oficio como el destino se lo plantó sin recovecos, aunque también cada quien sabe de qué naturaleza ha sido ese camino como el que transitó René.
De apellidos Hernández Cueto y conocido por su don de gentes, un gran ser humano que se fue sin avisar como aquellos colegas que en el trágico periodo inacabado de la pandemia del coronavirus expiraron sin la cercanía de quienes fuimos sus compañeros de fuente y mil correrías periodísticas.
Usted, lo he dicho, no tiene obligación de saber quiénes somos los reporteros y las reporteras. Tal vez conozca a algunos apellidos famosos, respetables y perseguidos hoy por la bárbara Santa Inquisición que quiere a los malditos periodistas en la hoguera.
Disculpe, no es momento para aludir a la política. Mañana será otro día; mañana sin duda habrá nota y los periodistas, los reporteros que hoy lloramos sin recato la partida de uno de los nuestros, mañana nos encontraremos de frente con la noticia y se la haremos saber puntualmente.
A mis compañeras reporteras y mis compañeros reporteros mi admiración y respeto por siempre. Ayer nos compartíamos la nota informativa; los tiempos nos volvieron celosos y caímos en ese extremo de cuestionar al vecino y no respetar la máxima de perro no come perro.
¿Por qué no volver a esos tiempos y ser así de sensibles como hoy nos pesca desnudos en nuestros sentimientos la partida de uno de los nuestros, especial porque se ganó el espacio?
Y a usted, que me hace el favor de leerme, hoy, disculpe, es momento de llorar a nuestro querido René Hernández Cueto. Te adelantaste mi’jo. Caray.
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