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Por más que hubieses querido, Juan Arvizu Arrioja, no te pudiste ir sin que se notara tu ausencia.

Alcanzaste a Fernando Mora y a Fernando Macías Cué, a Juan Hernández y al Hermanito José Luis Arenas y a otros colegas que decidieron emprender esa ruta especial que ayer recordaba, en el WhatsApp, Mauro Jiménez Lazcano a Roberto Femat, en paráfrasis de dos grandes:

“(…) somos frágiles y pasajeros; como decía Milán Kundera; somos un río que va al mar de manera continua, como decía El filósofo Vicente Lombardo Toledano; y nosotros los periodistas seguimos siendo los testigos de nuestro tiempo (…)”.

Y tú, Juan, testigo de este tiempo que transitaste en el ejercicio del oficio de reportero por cuatro décadas, partiste discreto y se atendió la petición de tu señora esposa.

Pero las redes son las redes y entre nosotros, los reporteros, nadie puede sustraerse a la magia cibernética, ésta que nos deshumaniza y torna impersonal el trato. Pero ayer se inundaron de mensajes con pinceladas de dolor y de solidaridad y de mil anécdotas en las que eres el personaje principal en tiempos conjugados. ¡Ay!, Juan…

Quiero imaginarte alegre, sonriente con los Fernandos y tu tocayo y el Hermanito. Así te recuerdo en esas pláticas de pasillo en San Lázaro que luego se espaciaron en esa bóveda que es la sala de prensa del Senado. Por cierto…

¿Recuerdas, Juan, cuando llegaste con tu ramo de flores a la sala de prensa de la Cámara de Diputados?

Todos los colegas, sin duda, habrán pensado que andabas de galán. Imaginé y te lo dije, con una de esas bromas elementales, que era ramo de reconciliación y lo llevarías a Micaela, tu esposa. Tu respuesta fue una sonrisa y breve respuesta:

“No, “Lugareño”, las flores son para mí”. Y sí, el florero fue la constante a un lado del teclado y la computadora y tus papeles y tus libros. Flores frescas que alegraban el espacio que se despedía de ti cuando cerraban la sala y no había más que emprender la salida rumbo al estacionamiento en el sótano donde te esperaba tu vocho.

–¿A dónde vas, “Lugareño”?—me preguntaste una de esas noches en las que la tarea nos sorprendió en el cierre de la sala.

–A la terminal de autobuses, voy a Morelia—te dije.

–Te llevo—ofreciste.

Y en el trayecto de San Lázaro a Observatorio platicamos como pocas veces lo hicimos. Y presumiste a tus hijos y yo a los míos; y recordamos aquel tu primer día en El Universal y del tiempo que había pasado entre mi salida del diario que fue mi alma mater, después del curso intensivo en Avance, periódico en el que también hiciste tus pinitos.

Juan, hacías honor al calificativo rara avis y te sumaste a la pléyade singular, ésta de los poco comunes que solemos ser los reporteros. ¿Eras cursi? Tal vez, tal vez pero nunca te declaraste como tal, aunque la música que escuchabas en tu espacio en la sala de prensa, a medio volumen, te identificaba con los Beatles pero igual con Chopin o Mozart.

¿Recuerdas, Juan, el tete a tete con Ernesto Zedillo por aquella corbata roja? Siempre propio, Juan, de camisa blanca y cuello perfecto, traje oscuro clásico en ti, y las corbatas de elemental presunción.

Te comento: Roberto Vizcaíno me llamó para compartir el dolor, éste que no tiene rubor en compartirse cuando se nos adelanta un colega.

Y, Juan, a esa hora las redes llevaban tu nombre y se reconocía a Dulce María Sauri Riancho, quien como presidenta de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados se refirió a ti con esa especial deferencia hacia el periodista que cumplió puntualmente con sus tareas, fiel al oficio.

Dulce María convocó al pleno cameral a un minuto de silencio en tu memoria y de los colegas que se han adelantado. Y Verónica Juárez Piña, coordinadora de los diputados federales del PRD leyó un mensaje sentido, humano, en el que te reconoció como ese gran ser humano y profesional que fuiste en este plano terrenal.

¡Ah!, pero Ricardo Monreal, el presidente de la Junta de Coordinación Política del Senado y coordinador de los senadores de Morena, te rindió homenaje. Te conocía bien y supo de tu trabajo periodístico, de tus crónicas de esas largas jornadas que terminaban al amanecer en el salón de plenos y luego se alargaban como tornafiesta legislativa.

“Lugareño”, nos quedó pendiente el desayuno pospuesto tantas veces por asuntos de trabajo. “Lugareño” me llamaron y se nos quedó como identidad de amistad. Porque así me describió un reportero gráfico del Miami Herald que me captó levantando la cabeza de una vaca calcinada, en esos días de 1982 en la cobertura de la explosión del volcán Chichonal, en Chiapas. Y me retrató en el Time. “Lugareño”, me bautizaste como rezaba el pie de foto…

Juan, propios y extraños te recuerdan y reconocen como un gran ser humano y reportero integrante de esta familia que tiene nóveles integrantes, jóvenes y jóvenas que tal vez solo sepan de ti porque coincidieron contigo en la fuente legislativa y desconocen esa historia del periodista que irrumpió en esta tarea cuando usar un teléfono celular era ciencia ficción.

Ayer, en ese chat de WhatsApp, me enteré de la edad confesa de Miguel Reyes Razo y me sentí parte privilegiada de esa generación a la que me sumé apenas aprendiz de reportero y a los pocos años llegaste apremiado por Carlos Ferreyra Carrasco.

Ayer envié un saludo que se hizo viejo rápidamente sin respuesta, a Mauro Jiménez Lazcano y a Roberto Femat, a Miguel Reyes Razo y a Servando González. Y es que sólo tenían atención para ti, Juan, y te habría ruborizado que públicamente se te elogiara y recordara en esas anécdotas que solo los reporteros sabemos cómo se tejen.

Usted disculpará. Nuevamente abordo en este espacio el tema de mis colegas, mis hermanos de profesión, personajes poco comunes, una especie que se niega a la extinción, por más que le arrimen tecnología de punta y le alejen el olor a tinta y el ruido de las rotativas.

Mauro, te robo la paráfrasis: “somos frágiles y pasajeros; como decía Milán Kundera; somos un río que va al mar de manera continua, como decía El filósofo Vicente Lombardo Toledano; y nosotros los periodistas seguimos siendo los testigos de nuestro tiempo (…)”.

Mauro, hablabas de otros tiempos del periodismo mexicano, de otros colegas con historias propias. Pero fue consecuencia de referirse a Juan Arvizu Arrioja. “Como cosa tuya”.

Y, mire usted, los periodistas hablamos de periodistas y sólo los periodistas sabemos de qué madera estamos hechos los periodistas. Disculpe usted, pero solo los periodistas sabemos llorar estas ausencias, éstas súbitas despedidas.

Hay periodistas que mueren sin que nadie los recuerde ni les dedique una línea cuando fueron los amos de las líneas ágata que están desuso, o de los textos en word y de los bites. Cada quien llora a sus muertos. Permítame llorar en silencio a los míos, a mis colegas que, como Juan, no pudieron irse sin que se notara su ausencia. Se te extrañará, “Lugareño”. Conste.

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