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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

El mal manejo de lo robado no es anticorrupción. Las denuncias de Jaime Cárdenas sobre el Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado abren un hueco en el discurso de superioridad y probidad moral del gobierno, como acusó la visible molestia de López Obrador con la renuncia de su cercano colaborador a ese emblema de la 4T. Exhibir que se roba en la institución encargada de resarcir daños por el saqueo público de otros gobiernos es más que la asociación subliminal de palabras para generar emociones. Es una gruesa mancha en la prioridad de combatir la corrupción.

Pero en su respuesta también mostró el trato selectivo del gobierno como acusador penal cuando se trata de las corruptelas de los “otros”, por ejemplo, de los expresidentes; y acusador en privado si el delito viene desde sus filas, como si la denuncias que se acumulan en su entorno estuvieran destinadas a guardarse en un cajón opaco de la administración y lejos del ministerio público. Quizá por ello el enojo de que Cárdenas acudiera a la FGR a denunciar el robo de joyas, saqueo de bienes y corrupción sin seguir con “lealtad ciega” —como le reclamó el Presidente— objetivos políticos y de los programas sociales, aunque violara normas y leyes que toda institución necesita para operar sin caer en abusos de poder.

Lo más preocupante de ese doble rasero es creer que la legitimación política de las urnas alcance para acusar desde la tribuna presidencial hasta con el proceso penal la corrupción del pasado, como promover juicios políticos a expresidentes; a la vez que confinar la corrupción en su gobierno al ámbito de los móviles o debilidades privadas como sugiere la descalificación de “politiquería” a la salida de Cárdenas. Ni siquiera la narrativa de la “honestidad valiente” puede, en este caso, esquivar el “golpe” con el denuesto de los adversarios o la explicación de su dimisión por falta de ganas para entrar a fondo a limpiar la institución.

Este escándalo es un obús, digamos, para el estatuto de la víctima de la corrupción en un país en el que todo el pueblo se siente robado, como el propio Presidente se ha encargado de exhibir, pero de los gobiernos anteriores. Esa es, precisamente, la simbología que encierran las denuncias sobre fechorías de funcionarios y personas cercanas a la oficina presidencial precisamente en la institución que ofreciera reparar el daño de la corrupción del pasado. Pero la salida de Cárdenas también ofrece lecciones sobre las dificultades para combatirla y los escollos políticos para superarla, como él mismo pudo comprobar.

De sus explicaciones se desprende la impotencia de poder aplicar y cumplir la normatividad en una institución que se ha vuelto trascendental para financiar diversos programas e iniciativas presidenciales, como la rifa del avión. Demuestra que la fórmula de combatir la corrupción con el ejemplo y decir que “no somos iguales al pasado” es insuficiente para barrer las escaleras de arriba a abajo como prometió López Obrador. Porque sin el respeto a los procesos administrativos y la normatividad para subastar bienes decomisados, aunque sea para destinarlos a programas sociales, se abre camino a la discrecionalidad y, por lo tanto, a la corrupción.

Este caso pone en primer plano uno de los mayores conflictos de la administración de López Obrador. La disposición a conseguir objetivos políticos, ya sea financiar la compra de los boletos de la rifa del avión o pavimentar caminos rurales, sin detenerse en las trabas que la ley pone precisamente para impedir el abuso de funcionarios bajo el apremio de cumplir órdenes. A eso tampoco se le puede llamar lealtad a un gobierno, sino sumisión ciega. El mal manejo de recursos públicos sin transparencia y adecuación a las normas, no se puede justificar con cualquier objetivo presidencial, el posible beneficio de los programas ni de sus beneficiarios, sin dejar la administración de bienes públicos a la decisión arbitraria y discrecional del poder.

La actuación urgente y fuera de la ley significa desmontar paulatinamente los controles internos que permiten juzgar a los funcionarios. Sin ellos, las garantías legales de su trabajo quedan a la decisión de un superior de tomar el rol de acusador penal o simplemente privado. Todo lo contrario a la promesa de acabar con la corrupción.