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NÚMERO CARO/ EXCELSIOR

El llamado a las urnas el 6 de junio en las elecciones más grandes de la historia del país se escucha con la marca de la violencia política. Las campañas empiezan, nuevamente, en ese suelo minado de la violencia cotidiana que secuestra la libertad y sustrae el derecho a existir de votantes, representantes populares y candidatos como si se tratara del nuevo estado natural de la vida pública o de la lucha política en un “nuevo tipo de Estado”. Desde que empezó el proceso electoral se contabiliza ya el asesinato de 46 políticos.

El fenómeno se repite, los comicios de 2018 fueron los más mortíferos por la cuota de sangre de 152 crímenes. El espectro de la violencia política es amplio, pero su irradiación es continua. Entre el arranque del proceso el 7 de septiembre de 2020 y las precampañas en febrero pasado se registraron 151 agresiones y el asesinato de periodistas y activistas, según Integralia y Etellekt.

Todas estas averiguaciones se cierran sin llegar a conocerse los móviles, pero su capacidad destructiva es un poderoso disuasivo para modificar el comportamiento de ciudadanos y candidatos como un acto de coerción consumado. La democracia no puede escapar del estado de violencia general y, por el contrario, es tomada como rehén de las lógicas criminales.

El miedo es el mensaje. Particularmente en los municipios más vulnerables y alejados de centros urbanos y poca presencia de la Guardia Nacional, donde se registra la mayor cantidad de casos. El conteo de asesinatos suele echarse a la bolsa general de violencia o atribuirse a la pretensión del crimen organizado de sujetar a los gobiernos locales y controlar los mercados para sus negocios ilícitos. Ante ello, el gobierno ofrece a los partidos solicitar protección para sus candidatos, sin plan detallado ni mecanismos de coordinación de la Guardia Nacional con las autoridades locales.

Sin duda, la penetración de las estructuras de gobierno es un síntoma de la debilidad institucional como autoridades fallidas. El alto porcentaje de incidentes en municipios de menos de 100,000 habitantes en Veracruz, Guerrero y Guanajuato apoyaría la idea de la creciente destrucción del piso de gobierno más cercano a la ciudadanía.

Pero al mismo tiempo revela profundidad de las raíces de la violencia en la pérdida casi irreparable de las relaciones comunitarias y la convivencia social. Esta es, por ejemplo, la hipótesis del antropólogo Claudio Lomnitz, que en su discurso de ingreso como miembro del Colegio Nacional llamó la atención sobre el error de imaginar la “violencia como síntoma de un Estado fallido, cuando deberíamos pensarla como un rasgo de un nuevo tipo de Estado”. La consecuencia de esta idea, entre otras, es aceptar que no hay una verdadera guerra contra las drogas que explique la violencia como situación excepcional en la que nunca se gana o aniquila al contrario, sino que es una nueva forma de vida; y su contraparte, el surgimiento de un nuevo tipo de Estado. La reparación del tejido social fue la promesa de López Obrador para la pacificación del país, pero lejos de esta ruta, profundiza la militarización del país como rasgo central del rostro de la seguridad pública.

Prueba de ello es que la violencia política no se localiza sólo en pequeños municipios. Podemos verla en las marchas de mujeres, como la del 8M, en candidaturas con denuncias de violación, como la de Salgado Macedonio en Guerrero (el estado con más políticos asesinados) u otras, como en Oaxaca, de aspirantes que promueven chats de imágenes de mujeres indígenas de su comunidad sin su consentimiento. En esta elección tendremos, por primera vez, datos oficiales sobre violencia política de género, que ofrecerán otro espejo de la rasgadura del tejido social.

Por lo pronto, también podemos observarla en el acoso a 11 diputados de la Comisión de Puntos Constitucionales en la dictaminación de la ley sobre el desarrollo de la personalidad y reformas en materia de género. En sus teléfonos particulares recibieron cadenas de mensajes y WhatsApp con insultos de “feminazis”, ya usuales en los linchamientos en las redes, cuando se disponían a votar esas reformas sobre aborto o matrimonio homosexual, para amedrentarlos. Los ataques, previsiblemente, se recrudecerán cuando el dictamen sobre género llegue al pleno, en otra muestra más de la práctica cada vez más recurrente de conseguir objetivos políticos con medios violentos.