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Cuando a nuestro teléfono entra una llamada comercial, persuasiva, políticamente seductora; una solicitud para una encuesta, una oferta ponzoñosa o una invitación a conocer el paraíso, podemos colgar, atender o hacer la pregunta más estúpida del mundo: ¿cómo supo mi número?
Envueltos como estamos en la (red) maraña digital, cuyos hilos, tentáculos o extensiones todo lo abarcan y todo lo cubren, ya para tomar un taxi, revisar los análisis clínicos, comprar o vender algo, reservar una comida o un viaje en avión; contratar servicios de cualquier tipo, ofertas sensuales, diversiones variadas o cualquier ocurrencia posible, es porque hemos dejado de existir como individuos.
Somos simplemente datos transmisibles en el metaverso. Dios creó el universo; los humanos del siglo XX y XXI, hicimos el metaverso.
Eso nos hace (hasta voluntariamente) más vulnerables, porque cualquier cosa sobre nuestros hábitos mercantiles, profesionales, de hábito o manía, pueden ser utilizados por quien quiera.
Así, al entrar a una base de datos, hemos ingresado sin saberlo, sin darnos cuenta, sin medir el riesgo, como ciegos en un bosque, a todas las demás. O al revés.
Se diría, pero eso es el mundo comercial fuera del ámbito de la vida política, lo cual no es cierto. Como todas las bases de datos están a la larga interconectada por voluntad propia o por imposición de los servicios de inteligencia del Estado, como sucede con los bancos, alguna vez seguros gracias al “secreto bancario” desaparecido en el nombre del combate al crimen, todos estamos bajo una enorme lente de aumento a través de la cual el Estado (o el gobierno), hace cuánto necesita con nuestros datos para ampliar su base de ciudadanos dominados y controlados. O sea, todos.
El verdadero totalitarismo no es tener poder total, sino sobre la totalidad.
Ya no tenemos identidad. Somos “bytes” en el enorme conjunto de los mundos robóticos desde donde se nos pregunta a veces si podemos confirmar que no somos un producto de la inteligencia artificial cuando sin darnos cuenta somos esclavos de la otra inteligencia: la política, la insaciable recaudadora a través de cualquier sistema legal o ilegal de espionaje.
Lo ilegal desaparece cuando se cambian las leyes, como acaba de suceder. Quien maneja el compás y las escuadras, dice cuáles son los linderos. Y si quiere los cambia como cambia el guiso quien tiene mango y cazuela; fonda y mantel.
La vida privada, alguna vez condición inmanente de quienes aspiraron a vivir en una sociedad respetuosa de la intimidad como garantía, ha dejado de existir.
Hace muchos años el político William Rogers, me dijo en una entrevista sobre Watergate: con sus operaciones ilegales, Nixon invadió la vida privada de todos los estadunidenses. Era una exageración, pero en aquel tiempo la vida privada era a un tiempo, anhelo y garantía.
Hoy eso ya no existe y en México, después de las recientes leyes aprobadas, hace apenas unas horas, mucho menos. Hoy nuestro Estado, incapaz para tantas cosas, ha sido, sin embargo, hábil para confiscar el respeto a lo personal.
Cámaras, delatores, infiltrados en todas partes, menos en donde se debería.
Sin embargo, los actos y delitos del crimen organizado se investigan con los ojos de otros espías: los de Washington. Ellos saben tanto como nosotros, pero no lo disimulan y obligan a los mexicanos a levantar el tapete bajo el cual esconden la basura.
La geolocalización obligatoria, hasta para una transferencia bancaria o consulta del waze, nos ha colgado a todos del cuello, un cencerro, detectable de plataformas de registro para todo lo registrable. Es para protegernos de los mal portados, dicen, de los “bad hombres” de seguro. Y sí, en cierto modo.
Pero en otro extremo, nos ha convertido en pequeños datos permanentemente localizables, no sólo por la posibilidad de ser criminales o convertirnos en tales, sino simplemente porque ante los mecanismos de supervisión, investigación y observación todos somos tratados igual: los criminales (impunes) y las víctimas (amenazadas).
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