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La avasalladora impudicia procedimental con cuyos atropellos cotidianos el cuerpo legislativo de la república lleva a cabo las postreras instrucciones del anterior gobierno (ni modo, eso es), nos lleva desgraciadamente a recordar un episodio conocido en la España de la Guerra Civil: el choque entre la inteligencia y la fuerza.
Los protagonistas, Miguel de Unamuno (rector de la Universidad de Salamanca) y José Millán-Astray, soldado montuno creador de la Legión española y de la asociación de mutilados de guerra, siendo él mismo un catálogo de lesiones, tuerto, manco y cojo. Un esperpento.
Como se sabe Unamuno condenó (precisamente el doce de octubre de 1936), el golpe militar contra la República y en presencia del general más destacado entre los golpistas en esos días iniciales, presente en el paraninfo universitario, dijo, algo más o menos así (nadie conoce la literalidad del improvisado discurso):
“Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.”
El general le habría contestado con un salvaje grito: ¡Muera la inteligencia!, aun cuando algunos niegan tal frase y aducen otro contexto, en el cual la arenga fue (José María Pemán), “mueran los intelectuales traidores” o “muera la intelectualidad traidora”.
Más tarde (La Vanguardia), Miguel de Unamuno denunciaba, “por haber dicho que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, el fascismo español ha hecho que el gobierno de Burgos, que me restituyó a mi rectoría… ¡vitalicia! con elogios, me haya destituido de ella sin haberme oído antes ni dándome explicaciones”.
Como haya sido el episodio, la esencia del argumento no varía y se repite hoy en México bajo la falsa invocación de los anhelos de un pueblo cuya expresión en torno del tema particular –la reforma judicial, el estado de la judicatura, los méritos de los juegos, ministros y magistrados—no se ha conocido, porque nunca se ha expresado.
Pero como suele suceder cuando se tiene la fuerza y hasta cierto punto la necesidad de aplicarla, el gobierno actual avanza con la fuerza de sus divisiones blindadas. Así ha designado –para seleccionar a quienes serán votados para ocupar (sin reglas claras, ni previsiones de ningún tipo) más de mil 600 puestos judiciales— a la Diosa Fortuna como árbitro de sus sorteos de feria pueblerina.
Ya el país –diría López Velarde— ha extendido su milagrosa supervivencia milagrera (“…vives al día, de milagros, como la lotería…) a la tómbola legislativo-judicial para dirimir asuntos de justicia. Los argumentos son como de Millán Astray,
“–¿Qué se sortea? Porque ya están especulando, intrigando. El sábado lo único que se sortea, yo pensé que iba a ser al azar todo… sí es al azar, pero estado por estado, tomas la Ciudad de México y la mitad de las personas juzgadoras van a junio del 2025 y la otra mitad a junio del 2027…
“…Por primera vez en la historia de nuestro país, y yo diría que del mundo, las personas juzgadoras van a ser elegidas por el voto universal, secreto y directo”. (Gerardo F. Noroña, presidente del Senado).
Y es verdad, muchas cosas en la historia del mundo ocurren nada más en este país. Quizá en Bolivia o la República Democrática del Congo.
Tampoco se conoce el caso de un expresidente de la Suprema Corte de Justicia, opuesto en su tiempo al procedimiento del voto judicial, quien se convierte de pronto en la foca mayor en el concierto los aplaudidores, como es el triste caso de Arturo Zaldívar y su plato de lentejas.
Aunque la jaula sea de oro, jaula es. Lo mismo el plato. Puede ser de oro, pero nada más tiene lentejas.