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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

La transformación de la violencia puede ya no sorprender en muchos estados en que el crimen es el paisaje cotidiano. Sin embargo, la fuerza beligerante y el poder real de los grupos criminales en ciudades y territorios apuntan a un salto cualitativo de sus estrategias para penetrar a la autoridad política y someter comunidades hasta hacerlas indeseables para sí mismas o expulsar a su población.

Las representaciones del poder de la fuerza criminal la última semana en Chilpancingo, Tlajomulco, Toluca, Colima o Nayarit no son de un mundo distópico, aunque así parezca por el terror e inseguridad que crean para intimidar a la gente. Tampoco se explican sólo por la agudización de la lucha de los “malos” por el territorio, como suele decirse para exculpar a la seguridad de un problema, como si fuera ajeno a la sociedad. Pero no, son el resultado de la alienación de la violencia de una guerra que se extiende en el país deshumanizándolo, como en esas historias de ficción, con 100 asesinatos promedio al día.

La guerra que inició Calderón no ha parado en Chiapas ni sus miles de desplazados ni la incesante violencia de Guerrero y atentados en Jalisco. Por el contrario, se extiende del norte al sureste, donde ahora están las mayores obras del gobierno. El modelo de la narcoviolencia se replica de un estado a otro con impacto devastador para comunidades sometidas por sus fuerzas beligerantes a vivir y trabajar en la economía del crimen, y a merced de narcogobiernos obligados a negociar con el terror y acatar sus reglas, como se desprende del reciente video de la alcaldesa de Chilpancingo con un capo local.

El clima de terror es señal inequívoca de la transformación de la violencia de la “ley del narco” para imponer su control, sin que el mundo político pueda restablecer el “imperio de la ley”. La interrogante es si podrá resistirse a negociar con el terror o ceder a la movilización de las bases sociales del narco para salir del laberinto de una situación de violencia insostenible ya en muchas regiones, aunque el Presidente diga que el narcoestado es cosa del pasado. López Obrador escapa de la cuestión rechazando que en el país haya terrorismo, con la idea de que los criminales no persiguen fines políticos ni destruir el orden establecido. Pero las formas que adopta la violencia y sus complejas amenazas obligarían a matizar esas afirmaciones ante el evidente control social que tienen sobre las comunidades o el ataque directo contra el poder político para generar alarma y desestabilización.

La toma de Chilpancingo el pasado 11 de julio por unas 5 mil personas movilizadas por el grupo criminal Los Ardillos para exigir la liberación de dos de sus líderes, es una demostración del significado que tiene para ellos mantener el orden. Su pretensión no es subvertirlo, dado que tienen el control de la economía local y a las comunidades sometidas a la fuerza. Si bien no es algo nuevo que el narco tenga bases sociales, adoptar las formas de la movilización popular para la puja de sus intereses los sitúa en una posición política distinta de la vida pública. Y a eso se le puede llamar, o no, hacer política, pero en ningún caso desestimar que no sirva para eso, como prueba la penetración del crimen en las alcaldías de Guerrero o Michoacán, y antes, en otros estados del norte.

El atentado con explosivos contra agentes municipales y la Fiscalía de Jalisco es otro ejemplo de estrategias violentas dirigidas a intimidar al poder político con algún propósito, en este caso, criminal. El mayor aliciente es que sus acciones son efectivas para sembrar terror y exhibir la debilidad de los gobiernos para guardar el orden y acallar cualquier discurso de que los delitos están bajando o que no hay problemas con la estrategia de seguridad. La diferencia entre controlar o no la violencia, es la política. Por eso los alcaldes, síndicos, policías ministeriales y de la GN son también objetivos de las balas y bombas del crimen, aunque en esto no se quiera ver una lucha por el poder. La política no sólo sirve para construir la utopía de un mundo sin violencia ni crimen; también conduce a su contrario cuando la narcopolítica ocupa su lugar y toma el orden como rehén o lo somete a sus intereses.