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No quisiera yo incurrir en el lugar común, pero no hay otro mejor.
La implacable borrachera de quien terminó incrustado y con media carrocería sobre la fuente de la Diana Cazadora en el Paseo de la Reforma, me puso a considerar cómo todos tenemos una historia con ese entrañable bronce. Algunos la quisieran tener.
Para empezar y expuesto a la crítica de algunos censores quienes me reclaman la frecuente aparición de la literatura en esta columna supuestamente de exclusiva naturaleza política, reproduzco el enorme poema de Efraín Huerta.
¿Por qué? Porque no se ha escrito nada mejor en la literatura mexicana sobre el enamoramiento hacia una mujer de bronce, desnuda en medio de la ciudad.
“Muy buenos días, laurel, muy buenos días, metal, bruma y silencio.
“Desde el alba te veo, grandiosa espiga, persiguiendo a la niebla,
y eres, en mi memoria, esencia de horizonte, frágil sueño.
“Olaguíbel te dio la perfección del vuelo y el inefable encanto de estar quieta,
serena, rodilla al aire y senos hacia siempre, como pétalos
que se hubiesen caldo, mansamente, de la espléndida rosa de toda adolescencia.
“Muy buenos días, ¡oh! selva, laguna de lujuria, helénica y ansiosa.
“Buenos días en tu bronce de violetas broncíneas, y buenos días, amiga,
para tu vientre o playa donde nacen deseos de espinosa violencia.
“¡Buenos días, cazadora, flechadora del alba, diosa de los crepúsculos!
“Dejo a tus pies un poco de anhelo juvenil y en tus hombros, apenas,
abandono las alas rotas de este poema”.
Ese poema no se parece en nada a la cinematográfica irreverencia de Juán Ibáñez y sus caifanes o a los muchos ciudadanos erotizados y pudibundos al mismo tiempo cuya hazaña mayor ha sido colocarle un portabustos, sostén o brasier a la enorme y maciza mestiza cuyos muslos han enloquecido de lujuria a todos los pajarracos cachondos de la madrugada. Cuyo abrazo de giganta han soñado ebrios o sobrios.
Tampoco vale ahora mucho la pena discutir como en Bizancio si la original está en Reforma o en Ixmiquilpan. Lo original, en todo caso, fue el molde en el cual mi inolvidable Elvia Díaz Serrano, dejó para siempre el cimbreante milagro de su cintura y sus caderas.
Y de esa manera tampoco pienso debatir si la maqueta en mi poder es la auténtica o se trata de otra copia infame. En favor de mi orgullo, cuento la historia:
Cuando se proyectaba el Circuito Interior y la fuente con la flechadora fue retirada, para además, despojar al bronce, de una vez por todas de las pudibundas pantaletas atornilladas por doña Chole Ávila Camacho, el gran escultor le regaló al general Corona del Rosal, con gratitud por el encueramiento metálico, una pieza pequeña casi de treinta y cinco centímetros.
La fuente marcaba los límites entre las delegaciones Cuauhtémoc y Miguel Hidalgo. Delfín Sánchez Juárez administraba la primera; Galo Tonella; la segunda.
Por celos, ambos se disputaron la futura colocación del monumento. Tonella decía: todo está en Cuauhtémoc e invocaba el carácter forestal de la fuente con lebreles de boscosa cacería para dejarla cerca de Chapultepec, donde estuvo durante años en el lugar donde ahora se alza la horrible Estela de Luz, sin luz.
Yo tomé partido por Tonella en reportajes, entrevistas y radio. Luché por la fronda para la Diana y con el corazón también “partío” (diría Alejandro Sanz), la vi partir a donde antes estaba el monumento a Venustiano Carranza, en Río Ródano.
Tonella se conmovió por la derrota mutua y en recompensa me regaló la pieza que Olaguíbel le entregó a Corona
Me la dio una tarde, al final de una comida en su casa, con Amado Treviño. Y como buen bajacaliforniano me dijo: para ti significa más que para mí. Quédatela.
Y desde entonces yo también, como Huerta, le doy los buenos días a mi Diana, cada mañana. Seguramente la única conocedora de toda esta historia sea ella. Nadie más.