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Un análisis de Jesús Silva-Herzog Márquez revela cómo, tras el asesinato del alcalde de Uruapan, el poder respondió no con empatía, sino con control. Presidencia convirtió la tragedia en un instrumento de combate político
Un texto reciente del analista Jesús Silva-Herzog Márquez publicado este lunes en periódico Reforma expone con solidez cómo se vivió, en las altas esferas del poder y dentro de Palacio Nacional, el asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo. Ciertamente, su lectura permite comprender con claridad el talante del actual régimen: la manera en que la tragedia pública se convierte en munición política y la indignación nacional se filtra por el tamiz del poder. A partir de ese retrato, vale detenerse en el estilo y el discurso de la presidenta Claudia Sheinbaum, que confirman la deriva autoritaria del gobierno.
Quien encabeza el gobierno de una nación que presume su vocación supuestamente democrática, utiliza con frecuencia el tono de quien no discute, sino decreta. Su palabra no se ofrece al debate, se impone. En su mundo, la causa legítima es la suya; la verdad, una sola; la lealtad, obligación moral. Los demás —periodistas, opositores, voces incómodas—, quedan reducidos a meros sospechosos.
En su conferencia del lunes pasado volvió a exhibirse sin filtros. El asesinato del alcalde de Uruapan apenas alteró la escenografía de su rutina matutina. Dedicó unos segundos a condenar el crimen y a expresar condolencias, pero el tema pronto derivó en la querella que la obsesiona: la de los enemigos que, según ella, festejan la tragedia. Su enojo no apuntó a los asesinos, sino a Felipe Calderón, su villano favorito y perpetuo, el recurso retórico con el que intenta explicar todo contratiempo o fracaso.
El episodio fue revelador. Para Sheinbaum, el dolor público sólo tiene validez si coincide con la línea del poder. Las protestas son legítimas mientras acompañen al régimen; fuera de él, se vuelven conspiración. Los críticos, dice, no sienten por el país: actúan por interés. Su gobierno —afirma—, es el único que sufre de manera auténtica, el único que llora de verdad las desgracias nacionales.
No hubo avances sobre la investigación del homicidio del presiente de Uruapan, pero sí hubo, en cambio, una promesa inquietante: revelar quiénes convocan a manifestaciones contra la inseguridad. De esa manera la respuesta al crimen se convirtió así en amenaza. Desde el podio presidencial, el derecho a disentir fue tratado como un acto punible.
El discurso de Sheinbaum exhibe la lógica de un poder que se considera dueño de la moral. Los medios como Reforma —y muy seguramente en la lista estarán El Universal, Latinus, Código Magenta, @AtypicalTeve y TV Azteca y su grupo Salinas—, son objeto de inspecciones súbitas y presiones fiscales que se extenderán a otros más que no atiendan la línea dictada desde Palacio. La crítica, en su narrativa, no es parte del juego democrático, sino una afrenta personal.
Porque la reciente “inspección extraordinaria” de la Secretaría del Trabajo a las oficinas de Reforma no parece un trámite neutro. El viernes 7 de noviembre, apenas dos días después de que el diario publicara el reportaje “¿Y la seguridad?” —donde exhibía la vulnerabilidad de Claudia Sheinbaum frente a un sujeto ebrio y que derivó en reclamos de “revictimización” desde Palacio—, personal de la dependencia permaneció dos horas en el edificio del periódico para practicar una visita catalogada formalmente como “extraordinaria”, sustentada en los expedientes 2611/001679 y 2611/001680, bajo el argumento de probables incumplimientos en capacitación, adiestramiento y en materia de seguridad e higiene.
La diligencia incluyó requerimientos inmediatos de decenas de documentos y protocolos y dejó a la empresa cinco días hábiles para entregar información de 193 rubros de “Seguridad e Higiene”, un despliegue burocrático de tal magnitud que difícilmente se puede leer sólo como celo administrativo y no como presión directa sobre un medio crítico.
Esa forma de ejercer el poder revela una convicción peligrosa —una que ni en los mejores tiempos del PRIANATO se atrevió a manifestarse tan abiertamente o se puso en práctica—: la creencia de que el Estado le pertenece.
El tono, en apariencia sereno, encubre un fondo autoritario. En su discurso, los adversarios son “buitres”, los disidentes, intrusos, y los críticos, “carroñeros”. Detrás del lenguaje de Palacio late una vieja certeza: la idea de que la nación sólo puede tener una voz, la voz del amo.
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