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En una de sus grandes páginas el genial escritor cubano (“Agua por todas partes”), Leonardo Padura, dice: “hay días en que yo quisiera ser Paul Auster. “
Y agrega:
“No es que me hubiera gustado demasiado haber nacido en Estados Unidos (ni siquiera en Nueva York), que como se sabe, casi no es Estados Unidos, o es más Estados Unidos), aunque pienso que sí me hubiera encantado, como Paul Auster, haber pasado unos años en París, justo en esos años de la vida en que para un escritor Paris puede ser una fiesta…”
Y es verdad. Auster, como Hemingway, Fitzgerald, Miller y tantos más, vivió episodios importantes de la fiesta de la vida en el París de la metrología cultural (gracias a la literatura), hasta darse cuenta de la verdad ahí aprendida: la fiesta en movimiento de la juventud parisina (“A moveable feast”) es la vida misma. El arte sólo sirvió para darse cuenta.
Hoy ni Padura ni nadie en el mundo quisiera ser Paul Auster porque Paul Auster está muerto, y como él mismo dice en su genial “4321”: “los vivos nunca podrían sustituir a los muertos”.
La sorprendente y envidiable capacidad creadora de Auster (más de treinta novelas de diferentes dimensiones físicas, incluida su imprescindible “Trilogía de Nueva York” y su incursión cinematográfica), es comparable con su capacidad ensayística. Quien haya leído su monumental “La llama Inmortal de Stephen Crane” habrá asistido, sin darse cuentas a un curso insuperable sobre historia y literatura americanas.
Una revisión de sus páginas tan inmortales como la llama de Crane, precisamente, hoy cuando la policía de Nueva York allana la Universidad de Columbia (como ecuatorianos en la embajada mexicana) permite un gran marco retrovisor para juzgar su enormidad como autor a partir de la mirada del entorno.
“…el teléfono, la pila seca, el fonógrafo, el funicular, el kétchup Heinz, la cerveza Budweiser, la liga nacional de clubes de beisbol profesional, la caja registradora, la máquina de escribir, el foco, la escoba mecánica, el Transcontinental Express (de San Francisco a Nueva York en 83 horas y media), el cine, la pianola, la plancha eléctrica, la pluma estilográfica, el rollo de película flexible, la ametralladora automática, la puerta giratoria, el motor y transformador de corriente alterna, el clip, el rascacielos, la máquina tragamonedas, el popote, el trineo, el teléfono público, el rastrillo para afeitar, la silla eléctrica… el soplete, la linotipia, el trolebús, las hojuelas de maíz, la máquina de ordeñar, la Coca Cola, la telegrafía sin hilos, el lavaplatos, los rayos X, el básquetbol, las tiras cómicas, las escaleras mecánicas, el detector de humo… el maratón de Boston, la cámara cinematográfica portátil, el proyector de películas, el control remoto, el motor de combustión interna, el matamoscas, la tachuela y el algodón de azúcar…”
En esa maravillosa revisión del cimiento cultural de su país, (nada atribuible a nuestra inventiva por cierto), descansa también la gran literatura de Auster, quien nunca cerró los ojos ante la verdad.
“…Estados Unidos vivió un largo periodo de crecimiento, turbulencias y fracaso moral, en el que de país atrasado y aislado, se transformó en potencia mundial, pero sus dirigentes eran en general ineptos, corruptos o ambas cosas y los dos grandes crímenes enquistados en el Experimiento Norteamericno: la esclavización de los negros y la aniquilación sistemática de los pueblos originarios, del continente, un inmenso despliegue de culturas agrupadas bajo el mismo epígrafe de indios, nunca se han tratado ni reparado como es debido y aun que se había abolido la esclavitud, los esfuerzos de reconstrucción de la post guerra fueron debilitándose hasta que en 1877 quedaron en nada, obligando a la población negra del sur a vivir bajo un sistema igualmente horrible de opresión, miseria, exclusión e intimidación que incluso conducía a la muerte en el extremo de una soga con un nudo corredizo, hecho por los verdugos racistas del KKK…”.