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Resulta paradójico que un hombre cuya vida ha estado repleta de aspiraciones hoy las condene. Nieto de un español que migró a México, aspirando a una mejor vida. AMLO lo emuló al irse de Tabasco a la Ciudad de México para estudiar en la UNAM, una aspiración que hoy rechaza en otros, López Obrador aspiró a puestos de liderazgo en el PRI de su estado, e incluso a la Gubernatura en las elecciones que perdió con Roberto Madrazo. Aspiró a ascender en el PRI nacional y al no lograrlo migró a otro partido, aspirando a ser Jefe de Gobierno de la Ciudad de MÉXICO, y de ahí aspiró a la Presidencia de la República.

Después de perder dos elecciones presidenciales, aspiró a formar su propio partido y finalmente logró sus aspiraciones, máxima: llegar a la cima política del país. En lo material, aspiró a tener un rancho en Chiapas un departamento en la Unidad Habitacional de Copilco que cambió por una casa en una privada en Tlalpan. En forma curiosa, ¿o quizá hipócrita?, él siempre ha vivido –y todo su gabinete reside- en los “pretensiosos” barrios del poniente de la Ciudad de México. Bueno, excepto ahora que vive en el palacio más lujoso del país.

Pero López Obrador también abriga aspiraciones menos afortunadas. Aspira a que el Estado reemplace a las empresas privadas, aspira a devolverle a Pemex y a la CFE la posición monopólica que antes gozaron, sin ver solo incrementarían su eficiencia compitiendo.

Aspira a que, como por arte de magia sin hacer cambios estructurales, ambas empresas se vuelvan rentables por decreto. Aspira a una soberanía energética absurda que se basaría, al menos en partes, en refinar petróleo importado. Aspira a regresarnos al mundo de los 70 que dependía de hidrocarburos y de petróleo escaso, sin ver que las crisis ambientales que azotan al planeta nos fuerzan, a apresurar el camino hacia energías limpias que provengan de fuentes renovables.

Aspira a que la corrupción se acabe porque existe la aspiración misma, pero sin construir un estado de derecho, sin fortalecer contrapesos y sin fundar una Fiscalía con recursos y autonomía para aplicar la ley sin sesgo alguno. Aspira a un México más seguro pactado con organizaciones criminales que no tienen memoria ni palabra, ofreciéndoles “abrazos, no balazos”, pero sin formar policías bien equipadas, entrenadas, con capacidad de investigación, y ministerios públicos profesionales y serios.

Aspira a acabar con las violaciones de derechos humanos, pero militariza el país, y aborrece la transparencia. Aspira a abatir la pobreza, pero fomenta programas que promueven dependencia e impiden movilidad social alguna. Imposibilita el avance de empresas privadas capaces de crear riqueza y de generar empleos reales. Pero, sobre todas las cosas, aspira a tener todo el poder, a hacer que su miope “transformación” sea inalterable, a pesar de la atroz evidencia donde en dos años retrocedimos cuatro, y de que 10 millones de nuevos pobres patentizan el retroceso que nos azota.

López Obrador tiene razón en desear que la gente se conforme, que no aspire a progresar, a no ser más, a aprender, e incluso a tener. Su transformación y su infausto proyecto serán irreversibles, en efecto, el día en el que los mexicanos renunciemos a creer en nosotros mismos, romanticemos la miseria y la asumamos como condición inmutable; encontremos solaz en la mediocridad y nos resignemos a agradecer las limosnas que, con nuestro propio dinero, nos da nuestro “Mesías”.

Pero muchos, muchos mexicanos nos sabemos capaces de tanto más. Reconocemos que hay talento y conmovedor deseo de salir adelante. Lo vemos en México y también entre paisanos que cruzan la frontera, emprenden, progresan y hasta arriesgan la vida por darles más oportunidades a su familia.

Por eso señor Presidente, si no está dispuesto a abonar a los sueños de millones de mexicanos, al menos deje de estorbar.