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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

El presidente López Obrador ha mostrado poca empatía con las víctimas de Guerrero, que están en un segundo plano detrás de su necesidad de encarar adversarios y eludir ataques por la tragedia. Nuevamente cae en el error de no respetar la diferencia entre la crítica opositora y el enemigo político. Esa confusión es un mal comienzo para la reconstrucción de Acapulco.

No es la primera vez que rehúye a la desgracia como campo minado por la aviación enemiga, aunque deje una actitud refractaria hacia los afectados, lo mismo por la violencia criminal que por el impacto del huracán Otis. Se pudo ver en la lejanía con las víctimas de Ayotzinapa o el portazo a las madres buscadoras, así como ahora al evitar imágenes que empañen su popularidad o lo comprometan con la tragedia. Y aunque la oposición tratara de sacar raja política o los medios criticaran omisiones en la prevención y descontrol de la respuesta, de poco vale para excusarse de la responsabilidad de enfrentar con oportunidad y orden la emergencia.

La estrategia de poner a salvo su figura del reclamo de los damnificados o minimizar la catástrofe son ejemplo del desplazamiento de la política del adversario por la del enemigo. Cuando lo que se necesita es un estadista que se ubique por encima de esa lógica destructiva y ponga a las víctimas en el centro para recuperar una ciudad —de nada menos que un millón de personas— de perderse en la destrucción. De ese tamaño el rescate de un icono del turismo internacional que venía en decadencia por el poder del crimen en el segundo estado con más carencias del país.

A una semana del impacto de Otis, el Presidente anunció un plan de reconstrucción por 61,000 millones de pesos basado en ayudas directas de los programas sociales, apoyos fiscales, despensas y créditos para reparar 130,000 viviendas gravemente dañadas o casi perdidas, es decir, de la mitad de la población, y reforzar la presencia de la Guardia Nacional para retomar el control de una ciudad sin Estado ni ley frente a la inseguridad, crimen y pillaje, que ni un Ejército sobrepasado con “N” tareas más en el país puede asegurar.

El programa tiene la factura de su gobierno y corre el riesgo de quedar atrapado en el centralismo, la militarización y falta de límites de una guerra sin cuartel, que es guiada por el interés partidista que hace de la tragedia un campo de batalla con el enemigo. La catástrofe mueve el tablero electoral al exhibir el descontrol de gobiernos superados por el fenómeno y una potencial crisis social, como sucedió, en sus guardadas proporciones, a Miguel de la Madrid en los sismos de 1985. Al igual que entonces, la reconstrucción exige un esfuerzo nacional, confianza y transparencia que choca con un plan dirigido desde el monopolio de la representación política y sin espacio para las víctimas, organizaciones civiles, medianos y pequeños empresarios, y los congresos nacional y local.

La entrega al Ejército del control de la plaza, como ya se ha visto, no garantiza eludir el modelo de intervención del crimen en la reconstrucción; por el contrario, la falta de experiencia y especialización puede arrastrar su prestigio y prestarse a corrupción. La aplicación de recursos a través de partidas de seguridad nacional para agilizar el desembolso con asignaciones directas sin reglas de operación no dará orden ni transparencia. Tampoco buscar la participación de grandes empresarios con beneficios fiscales que hagan atractiva la inversión, pero sí un plan de desarrollo urbano que haga de la catástrofe una oportunidad de rescate. La reconstrucción no debe quedar sólo en manos de la especulación inmobiliaria, sino en un programa de reordenamiento territorial para corregir su crecimiento desordenado.

Todo eso pasa por negociación y acuerdos, que el gobierno no acostumbra. Comenzando por el Congreso, que está a tiempo de ajustar el presupuesto de 2024 e incluir la reconstrucción, más allá de medidas inmediatas para la emergencia. El Poder Judicial ha ofrecido destinar recursos de sus fideicomisos y la oposición una iniciativa de ley de emergencias en Guerrero para contar con un vehículo de acción multianual. El diálogo es necesario. Porque si en la tragedia se impone el error de confundir al adversario con el enemigo, el fracaso será para la población y las víctimas, y la oportunidad se perderá y su futuro quedará a merced del crimen.