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Recientemente, a sugerencia de mi estimado colega y gran amigo Gerardo Tena, tuve oportunidad de leer un espléndido artículo de Diego Fonseca en el diario español El País. Él nos sumerge en una profunda reflexión sobre estos tiempos aciagos –que algunos han dado en llamar Tiempos de canallas, para referirse a esta época caracterizada por la deshonestidad, la corrupción, la traición o la maldad–, y que a menudo nos sumen en el pesimismo creciente.

Si bien en diversas ocasiones he encontrado análisis críticos y algunas veces hasta descarnados y bastante rudos sobre la situación política contemporánea, la narrativa de Fonseca –autor del libro Amado Líder (Harper Collins, 2021), en que analiza el fenómeno Donald Trump y a una interesante fauna hispanoamericana, entre la que cuenta a Andrés Manuel López Obrador, al pragmático salvadoreño Nayib Bukele, al venezolano Nicolás Maduro, a Daniel Ortega y Rosario Murillo, su esposa y sacerdotisa de cabecera, y a la maniqueísta dirigencia española de Vox; al presidente argentino Alberto Fernández y al defenestrado peruano Pedro Castillo, entre muchos otros–, nos invita a una introspección más profunda sobre los acontecimientos actuales.

Esta vez, su perspicaz enfoque sobre personajes como el ufólogo mexicano Jaime Maussan y el controvertido candidato ultraderechista argentino Javier Milei, evidencia cómo ciertas figuras han podido emerger en el imaginario popular y se han convertido en protagonistas del teatro político, lo cual es francamente revelador y a la vez atemorizante.

Y, aunque pueda sonar como una broma escolar, no puedo dejar de mencionar la insólita declaración de Javier Milei a un medio inglés, en la que él se autodenomina anglófilo sólo por poseer la colección completa de discos de los Beatles, Queen y los Rolling Stones y también se considera “un poco anglo-americano” debido a su afición por Elvis Presley. Una afirmación, repito, que sería cómica, si no insinuara un futuro preocupante y temerario.

Y aquí vendría la gran interrogante: ¿cómo hemos llegado a este punto? ¿Desde cuándo la política se convirtió en un espectáculo de vodevil de quinta categoría? Fonseca nos llama a cuestionar la realidad que estamos viviendo, a no quedarnos indiferentes ante el absurdo que parece haberse apoderado de la esfera pública. Su texto es un llamado a la reflexión, a no perder de vista lo que realmente importa y a no dejarnos llevar por el ruido y lo llamativo de los globos en el cielo.

Y aquí voy al meollo de mis reflexiones: si alguien me hubiera dicho hace unos años que estaríamos discutiendo sobre extraterrestres en el Congreso mexicano o que un candidato presidencial sudamericano se jactaría de su colección de discos como mérito de su alianza con el Reino Unido, probablemente me habría reído. Pero no es así.

Vivimos en una época donde la realidad ha podido superar a la ficción en múltiples ocasiones. Y el artículo de Fonseca es una clara referencia a todo ello. Nos muestra cómo el absurdo ha tomado un lugar central en la política y la sociedad contemporáneas. Maussan, presentando supuestos cadáveres extraterrestres en el Congreso mexicano, y Milei, con sus declaraciones extravagantes, son solo la punta del iceberg.

Por ejemplo: ¿en qué momento lo más deleznable de la vida política convirtió a las instituciones en un circo, donde lo inverosímil es aceptado y hasta celebrado por algunos?

La respuesta quizá puede encontrarse en la profunda crisis de representatividad y legitimidad que atraviesan nuestras democracias. Como bien lo señala el periodista “las cosas más serias ya no tienen sentido del humor, sino que son una aberración de la gracia: todo parece dar igual”.

Pero esta crisis no es exclusiva de México o Argentina. Vemos ejemplos similares en diferentes partes del mundo, desde el pueblo más distante en América, Europa, América del Sur, Oceanía o Asia, hasta la comunidad más humilde de África. La política, que alguna vez fue vista como una herramienta para mejorar la vida de las personas y construir sociedades más justas, ahora es percibida por muchos, como un espacio de cinismo, deshonestidad y desencanto.

El descontento ciudadano, alimentado por décadas de promesas incumplidas y escándalos de corrupción, ha creado un vacío que es aprovechado por hombres y mujeres ambiciosos y oportunistas, personajes arribistas e insensibles, que con sus discursos y acciones extravagantes, se presentan como alternativas a lo racional en la vida diaria o en la política tradicional e incluso en la ciencia, prometiendo soluciones simples a problemas complejos.

Y, ¿realmente son una solución? ¿O son simplemente síntomas de una enfermedad más profunda que afecta a nuestras democracias?

Por ejemplo, la respuesta de la comunidad científica de la UNAM al “fraude” de Maussan es reveladora. Los expertos, en un intento por defender la racionalidad y objetividad científica, han condenado enérgicamente las afirmaciones del ufólogo.

Sin embargo, el hecho de que Maussan haya sido invitado a hablar en el Congreso, en primer lugar, muestra cómo se puede involucrar fraudulentamente a instituciones que alguna vez fueron respetadas y que según él –aunque lo hayan desmentido tardíamente–, le sirvieron para respaldar o avalar, como es el caso de “las momias extraterrestres”, a teorías sin fundamento.

Sin embargo, hay que decir que esto no es un problema aislado de México. En todo el mundo, vemos cómo las teorías de conspiración y la desinformación se han infiltrado en el discurso político, alimentando el descrédito institucional.

Jaime Milei –el locuaz y probablemente sociópata argentino–, representa en tanto otro tipo de peligro. Aunque sus declaraciones hoy pueden parecer cómicas, reflejan una tendencia preocupante hacia el populismo y el autoritarismo a ultranza, del cual los mexicanos ya hemos tenido varios ejemplos con el accionar, generalmente irracional, del presidente López Obrador.

Como Fonseca señala, en otro momento, figuras como Milei habrían sido relegadas al margen de la política. Pero en la actualidad, con el creciente descontento y desconfianza hacia las instituciones, personajes como él –como también lo hizo AMLO en su oportunidad–, pueden ganar un apoyo significativo.

Esto plantea una pregunta crucial: ¿qué nos espera como sociedad a mediano plazo? En verdad, si continuamos por este camino, corremos el riesgo de ver más “monstruos” en el centro de la escena política, como bien dice Fonseca.

Y estos “monstruos” ciertamente no son extraterrestres, sino productos de nuestras propias sociedades, reflejo de nuestros miedos, frustraciones y desencantos.

La solución no es simple, porque tampoco basta con condenar a figuras mediáticas, creadas y sostenidas por los medios informativos tradicionales y las “benditas” redes sociales. Es necesario abordar las causas subyacentes de la crisis de representatividad y legitimidad. Esto implica repensar nuestras instituciones, hacerlas más inclusivas y responsables, y sobre todo, recuperar la confianza de los ciudadanos.

También –como en los viejos tiempos–, es esencial promover más educación cívica y el pensamiento crítico, para que particularmente las nuevas generaciones puedan discernir entre hechos y ficción y no caigan presas de demagogos y charlatanes. Como sociedad, debemos rechazar el cinismo y el nihilismo y trabajar juntos para construir un futuro más justo y democrático. La tarea no es fácil, pero es esencial si queremos evitar que los “monstruos” tomen el control.

Como señala Fonseca, hemos llegado a un punto de inflexión. La vieja democracia representativa está en crisis, y es esencial encontrar formas de repararla. Esto no significa abandonar los principios democráticos, sino adaptarlos a los desafíos actuales.

La democracia, y pocos lo intuyen, es un proyecto en constante evolución, y es nuestra responsabilidad asegurarnos de que continúe siendo una fuerza para el bien de la humanidad y de la gente menos favorecida, aunque esto suene a discurso manido, grandilocuente o utópico. En lugar de ceder ante el pesimismo y la desesperación, debemos redoblar nuestros esfuerzos para defender y fortalecer nuestras democracias; construir una comunidad globalizada, la némesis que AMLO condena, una colectividad más justa y democrática.

La política no tiene por qué ser utilizada con esos fines o los recintos institucionales convertirse en rings de box y lucha o en carpas y escenarios circenses para la presentación de un congresista con máscara de cerdo o a caballo; en pasarela para que una legisladora modele vestimentas o provoque sainetes; en cancha de futbol y tampoco como muestrario temporal de “momias extraterrestres”. En síntesis, el Congreso no tiene por qué ser un circo; es preciso asegurarnos de que las instituciones sirvan al bien común y no a intereses particulares.

Hay que rechazar el absurdo y abrazar la razón, la justicia y la democracia, pese a que hoy estos conceptos algunos los consideren ya rancios, demodés y populistas. La tarea es urgente. No podemos permitir que los “monstruos” definan nuestro futuro.

Y aunque esto pueda sonar inusualmente fuerte, impropio o desproporcionado en la prosa discursiva y periodística tradicional, después de todo, la gobernanza y la democracia son un tesoro demasiado precioso para dejarlos a resguardo de charlatanes, demagogos y mucho menos en manos de algunos hijos de puta.