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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

El caso Iguala es uno de los mayores experimentos de opinión pública que haya conocido el país, ahora por cumplirse el octavo aniversario de la masacre de Ayotzinapa. Los discursos, desde la sepultada “verdad histórica” del gobierno de Peña Nieto hasta el reconocimiento de la 4T del “crimen de Estado”, revelan graves conflictos sociales que el poder político trata de convertir en relatos que la sociedad no comparte por estar construidos bajo la supremacía de la seguridad o la ideología.

Es cierto que, en la era de la posverdad, la forma de los gobiernos para engañar y controlar las opiniones se ha perfeccionado hasta poner los hechos en los límites de lo verdadero y lo falso. Pero también que en la sociedad de la información, la aprobación social sobrepasa la veracidad documental para resistir a la manipulación. En esa tensión, Ayotzinapa se vuelve a calentar porque las víctimas, así como nunca creyeron antes la verdad oficial, ahora tampoco que el gobierno cumpla con ir al fondo de la investigación del caso como un “crimen de Estado”. ¿Quién es el Estado?

El conflicto social es desde el primer día un doble reclamo: la localización de 43 estudiantes en un crimen atroz que, sin embargo, no es un caso aislado en un país con más de 100,000 desaparecidos. Y fincar responsabilidades a todos los involucrados, cuando el discurso oficial admite por primera vez la verdad de las víctimas sobre la autoría del “Estado”, pero sin delimitar el radio de acción y la cadena de mando de los culpables. Estas exigencias alcanzan la llamada de alarma cuando el principal acusado de ordenar la desaparición de los 43, el exalcalde de Iguala, José Luis Abarca, es absuelto por un juez que determina que no hay evidencia de su responsabilidad en el crimen.

Es un hecho grave en un momento en que el gobierno desenvuelve la mentira de la “verdad histórica” y reactiva el caso en la dirección que siempre defendieron los padres: que el crimen lo perpetró el Estado, que hubo una conspiración para ocultarlo con una verdad oficial que el país nunca creyó, y que en el crimen participó no sólo la policía municipal, sino los militares. Derivado de esas líneas de investigación, el gobierno anunció órdenes de aprehensión contra 20 militares y un general que era comandante del 27 batallón de Infantería de Iguala, José Rodríguez, acusado de ordenar la muerte de seis de los estudiantes.

Rodríguez es el militar de más alto rango detenido por el caso. Sobre todo, es clave para la nueva “verdad social” que se construye contra el gobierno de Peña Nieto con su detención y la del exprocurador Jesús Murillo Karam. Ambas son fundamentales para sostener la aprobación social en el relato de la 4T, aunque tenga piezas sueltas y lagunas de información, como el paradero de los estudiantes y los nombres de la cadena de mando de los responsables militares y autoridades civiles.

Si no logran consolidar el caso, el riesgo es que la desaprobación social vuelva a sobrepasar esas veracidades documentales, en un momento especialmente delicado por el choque entre la demanda de los padres de las víctimas de ir a fondo en la investigación de los militares y la decisión del gobierno de avanzar en la militarización de la seguridad pública. Y algo de eso comienza a ocurrir con los padres de las víctimas y estudiantes de Ayotzinapa con su embestida violenta esta semana en contra las instalaciones del batallón 27 en Iguala.

Los padres no aceptan que la responsabilidad de los militares sea sólo por omitir información que habría evitado la masacre, sino una participación activa en la desaparición. Y advierten que, así como no cejaron para derruir la “verdad histórica”, ahora no se detendrán hasta ver en la cárcel a todos los militares con responsabilidad en los hechos.

El relato se calienta porque el reconocimiento de la intervención del Ejército choca con la entrega de la seguridad pública a las Fuerzas Armadas. El caso Iguala pone a prueba la defensa de los militares sobre su total sujeción al poder civil, a pesar de la militarización. Y de que no son un estamento al que no alcance el reconocimiento del “crimen de Estado” por estar más allá de sus contornos o sus límites, es decir en la tierra de la impunidad.