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El legendario actor Ignacio López Tarso festejará hoy su 96 aniversario, en petit comité. A diferencia de sus cumpleaños anteriores —cuando su casa ubicada en el sur de la ciudad, era el centro de reunión de casi medio centenar de invitados­—, esta vez la gran figura de los escenarios mexicanos recibirá la salutación de quizá no más de diez o doce personas.

El actor caracterizado como “El Quijote”. Foto Alberto Carbot

—A mis 96 años me siento muy bien. Siempre digo que lo más importante es tener salud y la tengo. En verdad, a mi edad estoy bien, aunque a veces necesite usar oxígeno, tomar algunas medicinas y de vez en cuando, escuchar el consejo de algún médico. Pero en general, todo está bien —me dice. Y agrega:

“La pasaré, como es habitual, aquí en casa y en familia, pero realmente esta ocasión sólo con los más cercanos, porque cuando junto a la familia, los cercanos vienen de Puebla o Querétaro, y a veces nos reunimos más de cincuenta personas. Hoy seremos apenas unas diez o doce, entre ellos mis tres hijos: Susana, Gabriela y Juan Ignacio —los cuales procreó con su esposa Clara Aranda, quien falleció en el 2000—; cuatro nietos y los bisnietos que también viven aquí cerquita. Y claro, habrá pastel”.

Está consciente que, a causa de la pandemia, sus encuentros familiares y profesionales se han restringido y por ello exclama con hastío:

“Ya qué remedio. Esto nos vino a cambiar la vida, pero hay que seguir viviendo lo mejor posible, a pesar de la pandemia”.

Sin embargo, López Tarso, durante estos meses transcurridos, ha descubierto una nueva veta que no había explorado antes, al realizar sus presentaciones a través de las redes digitales.

“Hemos utilizado la tecnología y las posibilidades del Internet para presentar algunas obras, pero lo que no hemos podido hacer es el teatro que realmente a mí me llena y más me estimula: aquel que se realiza de cara al público. Eso me tiene muy fastidiado, muy enojado, pero no hay más remedio. Hay que aguantar lo que sea”, indica.

Le comento que tal vez el proceso de vacunación le permita retomar su carrera a mediados o finales de año, para mantener su vínculo directo con el público. Pero no es tan optimista. Su escepticismo lo lleva a comentar que “la pandemia lleva casi un año y el proceso de vacunación es lentísimo. Quién sabe cuánto se tarde en vacunar a la población y cuánto todavía para que la pandemia desaparezca”.

—Por razones de edad, los adultos mayores y en especial los más de 80 años, serán los primeros, luego de que se termine de vacunar al personal de salud que atiende a los enfermos. Incluso se ha dicho que en determinado, algunas brigadas irán de casa en casa —le informo.

—Pues entonces que me manden una chica guapa que venga a vacunarme lo más pronto posible —exclama. Su risa detona espontánea.

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—Usted apenas acaba de incursionar en las redes. Ya abrió su cuenta en Facebook y he sabido del gran éxito que tanto usted como su hijo Juan Ignacio lograron el año pasado a través de las plataformas de videollamadas y reuniones virtuales como  Zoom.

—De hecho, puedo decir que quizá innovamos a nivel mundial al presentar varias obras de teatro por este medio y sin saberlo, estuvimos en muchos países. Por lo menos, yo no sabía que tenía tal alcance esta maravilla, este camino virtual. Recibimos comentarios entusiastas desde Italia, España, Estados Unidos, Inglaterra, Perú, Puerto Rico, Cuba y muchos otros países.

“Juan Ignacio, en su celular, registró una colección de muy buenos comentarios sobre las obras presentadas a través del teatro en línea; escribieron que estaban estupendamente bien hechas. Nos comentaron que algunas los habían hecho llorar o les habían divertido mucho. Claro, de México tuvimos muchísimos comentarios. Se llegaron a vender hasta mil boletos en la red y cada uno le permitía, incluso a toda una familia, ver una presentación vía streaming, mientras por razones de horario disfrutaban de una comida o una buena cena con vino en su casa.

“Creo que hemos descubierto un camino maravilloso, mientras no se pueda tener el contacto directo del público, presente en una sala.

“Por ejemplo, Juan Ignacio y yo presentamos Leonardo y su máquina de volar, una obra de Humberto Robles, que versa sobre una anécdota muy bella de Leonardo Da Vinci y su secretario, su alumno Francesco, un muchacho de la nobleza italiana que aprende mucho con él. Y cuando surge la posibilidad de materializar un aparato que él ha soñado toda su vida, entonces es el muchacho quien lo salva del problema, porque Leonardo ya no puede asistir a la prueba final.

“En realidad fueron lecturas dramatizadas, aunque no se trató de simples lecturas. Eso  es lo que yo traté de hacerle entender a la gente­, porque aunque nosotros estamos sentados, sin maquillaje, sin ningún vestuario especial o alguna caracterización física exterior, apenas con algunos movimientos —a pesar de eso—, los personajes se interpretan desde el punto de vista del actor, quien toma la caracterización interior, que es sin duda la más importante.

“Cuando el actor tiene ya de su parte esa caracterización, cuando ha estudiado el personaje lo suficiente como para saber cómo piensa, cómo siente y cuál es su postura intelectual,  su postura emotiva, cuando proyecta verdad y honestidad, entonces resulta una caracterización tan válida como la de un escenario. Y aunque estemos solamente leyendo, la caracterización interior saca al personaje adelante. 

Durante la lectura de un texto. Foto Antonio Caballero

“Así, con ese mismo sistema, hicimos una caracterización de El Quijote, que se llama El de la triste figura, una adaptación para dos voces de hombre y una mujer a cargo de Gabriela Pérez Negrete, una actriz muy buena, que hoy es la actual directora de la Escuela Nacional de Arte Teatral (ENAT) de Bellas Artes, que es donde yo estudié hace 72 años, en 1949. Estuvimos acompañados por la guitarra del maestro Guillermo G. Phillips, un concertista muy valioso, estudioso, serio y muy responsable. Eso nos llevó también a presentar Macario, en lectura de atril, sentados en la mesa del comedor de mi casa, con motivo del Día de muertos.

“También —dice López Tarso—, Juan Ignacio y yo tenemos un texto del maestro Vicente Quirarte, quien es miembro de la Academia de la Lengua y tiene un gran prestigio en el mundo de las letras.  Se trata de Herman Melville en Mazatlán,  inspirada en el novelista, escritor y ensayista estadounidense, autor de Moby Dick.

“Herman Melville estuvo en Mazatlán, porque alguien le platicó que allí se hallaba una ballena anclada sobre la bahía. Eso parte de la historia real, pero la ballena que se ve desde la ventana del hotel donde él estuvo, es una enorme roca que con la luz del amanecer da la apariencia de ser una ballena blanca. Y entonces por eso vino él a Mazatlán y ahí está una placa en el hotel donde estuvo, que aún mantiene la habitación donde durmió y la ventana donde se asomó a ver la supuesta ballena. Claro, estuvo también en una cantina donde se tomó unos buenos tragos y al amanecer creyó ver a Moby Dick, ahí frente a su hotel” —menciona sonriente.

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Ignacio López López  —su verdadero nombre, que transformó luego en López Tarso, a sugerencia de su maestro Xavier Villaurrutia, quien lo conminó a ingresar a la academia de teatro y ante quien adoptó el segundo apellido en honor del apóstol español Pablo de Tarso—, nació en la Ciudad de México e inició su contacto con los escenarios “desde muy chiquillo, muy niño”, como él mismo relata. Sus padres fueron Ignacia López Herrera y Alfonso López Bermúdez.

Menciona que la lectura le hizo ejercitar su imaginación y apego permanente al arte histriónico en general. En realidad, tiene muy presente la primera vez que asistió a un teatro y de pronto quedó maravillado y absorto. Relata:

—La primera vez que estuve en un teatro me perdí, me olvidé de quién era y con quién estaba y solo me centré en aquello. Bajó el telón y la gente aplaudió y yo también. Ya después volví a la realidad y quedé muy impresionado. Pasé hora y media sentado y perdí conciencia total de lo que pasaba en mi alrededor, sólo hasta cuando se prendió la luz me di cuenta que estaba entre mi papá y mi mamá en una banca de madera, porque estábamos una carpa en el barrio Analco, de Guadalajara, donde yo vivía entonces, cuando tenía 9 o 10 años”, evoca.

Ignacio López Tarso durante la filmación de “El Hombre de papel”. Foto Antonio Caballero

Como ya le es habitual en estos meses de pandemia —a través de una videocámara o mediante su teléfono celular, acomodado sobre una silla de tijera de director de cine que forma parte del mobiliario de su estancia repleta de libros, diplomas, figurillas de El Quijote, varias fotografías y los dos Arieles obtenidos en 1973 y 2007, el primero  por su trabajo en la película La rosa blanca, y el segundo, un Ariel de Oro por su trayectoria en la industria cinematográfica—, López Tarso enfatiza sus comentarios con efusivos ademanes.

Después de haber interpretado personajes tan variados y memorables en el cine, como el indígena mexicano en Macario, o el desempleado urbano en El hombre de papel, menciona que no hay un personaje en particular que le gustara interpretar, sino “uno que diga cosas interesantes, que se comunique con el público y tenga algo de provecho al hacerlo, porque el actor no es un narrador de historias para divertir, sino que tiene que ser alguien que coopere, para que la gente también piense en algo interesante y saque un provecho mutuo de esa representación.

En una escena de “Macario”

“De todo lo que hago como actor, me gusta más el teatro. En realidad yo me hice actor para estar en el teatro, porque éste tiene una continuidad que a los verdaderos actores les funciona muy bien. La televisión y el cine se hace a cachitos, en pedacitos, escenitas, luego unen cortan, editan, y en fin…  En cambio, el teatro es una continuidad perfecta: cuando se abre el telón, ahí estás solo con tu personaje y haces lo que tienes que hacer y lo disfrutas mucho más, porque va esa línea dramática de principio a fin y cuentas la historia de una manera muy congruente, lógica, y porque la preparación es diferente. Además en ningún lugar se prepara un personaje tan bien como en teatro, porque el cine no da tiempo y la televisión menos, ya que en este último caso se tienen que preparar las cosas con gran rapidez.

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—Quiero decirle que recientemente tuve oportunidad de platicar con Elsa Aguirre, con quien usted filmó Vainilla, bronce y morir en 1957 —le comento.

Ignacio López Tarso y Elsa Aguirre en el filme “Vainilla, bronce y morir”

—A Elsa yo la quiero mucho —irrumpe López Tarso—. ¿No le platicó ella de que tenemos todavía la esperanza de hacer una película juntos?

—No, pero le pregunté si en verdad ustedes habían sostenido un noviazgo, y me dijo que sí.

—Claro que sí; debió haber sido por el año 56 o 58, no recuerdo muy bien. Ella estaba soltera y preciosa. Fue una novia hermosísima, de gran sensualidad y riqueza interior.

Nos vimos con Raúl Araiza, un amigo que se murió y trabajamos juntos en un programa que filmamos en Chapultepec y otros sitios de la ciudad.  Luego quedamos formalmente de vernos, pero por alguna u otra razón no nos hemos visto con frecuencia. Sin embargo nos volvimos a encontrar cuando le hice entrega del premio anual que lleva mi nombre, promovido por la Asociación Mexicana de Cineastas Independientes (AMCI) y la Universidad del Cine (UDC) que encabeza Pedro Araneda.

Esa noche yo quería quedarme con Elsa, pero desafortunadamente se me presentó un compromiso ineludible y sentí muchísimo no poder hacerlo. Luego que termine este problema de la pandemia, ojalá se materialice el proyecto de la película, para volvernos a reunir. Nada me daría más gusto…

—Precisamente le comenté que me había dicho que ella era una de las mujeres más bellas con las que había trabajado en su vida. Y le referí entonces una parte de la entrevista que hace algunos años, en compañía de María Batres, le hice a usted en su casa. Y como ha tenido tantos entrevistadores a lo largo de su vida, muy probablemente no la recuerda a detalle.

Con Elsa Aguirre, durante la entrega del premio anual “Ignacio López Tarso” otorgado por la Asociación Mexicana de Cineastas Independientes y la Universidad del Cine. Foto (AMCI-UDC)

—¿Podría leerme parte de ese texto? —me pregunta interesado. Y entonces, comienzo la lectura:

“Este hombre que parece cargar en su piel toda la experiencia del cine, habla de dos de las grandes divas en la historia del cine mexicano: Dolores del Río y María Félix.

A Dolores, con la que hizo teatro, la describe como “una mujer muy culta, muy fina, muy educada”, y a María como “más bronca”, pero a ambas las reconoce como personas muy importantes en su vida artística.

—A María le debo mucho, me apoyó mucho en el cine. Me llamó para todas sus películas desde La estrella vacía, una historia de Luis Spota. Esa fue la primera película que yo hice con ella —añade.

De Dolores del Río dice que “en teatro fue una compañera sensacional. Era una mujer sorprendente en todos sentidos, por su cultura, calidad humana y su belleza. En la obra Querido embustero, de sólo dos personajes, se trataba la correspondencia amorosa entre Bernard Shaw y la actriz inglesa Elizabeth Campell.

—En esa obra había un momento en que Dolores salía de escena de mi lado derecho y la mucama subida en una silla le sacaba por la cabeza un vestido muy delgadito, de una sola pieza y la dejaba totalmente desnuda. Entonces yo tenía que hablar de frente al público, pero aun así arriesgaba un ojo, una mirada para verla, porque era una belleza impresionante —señala pícaramente.

Y recuerda también a Elsa Aguirre —de quien se muestra impresionado por su belleza—, con quien hizo sólo una película, “una cosa rarísima, que se llama Vainilla, bronce y morir. En la cinta —filmada en la Academia de San Carlos—, debía enamorarla. Yo era un escultor y ella estudiaba ahí. En esa película disfruté mucho y la besuqueé por todas partes.

—Entre María Félix y Dolores del Río siempre hubo ese afán de competencia por querer sobresalir en el cine y también por su belleza, ¿quién era más guapa de las dos? —le pregunto.

—Eran muy diferentes, pero ambas muy hermosas, muy atractivas. De caracteres diferentes, culturas distintas. Dolores era una gran señora y María era una mujer bronca y atractiva, pero no tenía el nivel cultural de Dolores.

Con Dolores hice dos obras de teatro La reina y los rebeldes y Querido embustero, en el teatro Insurgentes. En ese teatro yo trabajé cuando recién se inauguró, con la obra Luz de gas, con Manolo Fábregas y Amparo Rivelles, recién llegada de España. Una mujer muy bella, muy guapa, gran actriz”.

Al concluir la lectura, López Tarso me dice en tono satisfecho:

—Estoy absolutamente de acuerdo con lo que dije entonces, pero agregaría hoy que más bien no fueron tres mujeres —Dolores, María y Elsa—, sino cuatro, con Amparo Rivelles. Mis opiniones están muy bien escritas, muchas gracias.

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Ignacio López Tarso, exdirigente de la Asociación Nacional de Actores (ANDA) y diputado federal a la LIV Legislatura del Congreso de la Unión, me ha relatado también sus experiencias con otros personajes del cine, con los que ha interactuado a lo largo de su extensa y brillante carrera:

Ismael  Rodríguez: Lo dirigió en El hombre de papel. “Una gente muy creativa, muy movido. Estaba siempre en ebullición, muy buen director”.

Roberto Gavaldón: El director con el que hizo más películas, 8 en total, entre ellas Macario, La vida inútil de Pito Pérez y El gallo de oro, a la que describe como una de sus predilectas, basada en un cuento de Rulfo adaptado al cine por Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes.

Recuerda que en esta historia García Márquez estuvo presente durante toda la filmación, porque “él era de espíritu gallero. En todas sus novelas, en todos sus cuentos hay siempre un gallo. Era un gran aficionado, de modo que, como la película incluía ferias populares, se filmó gran parte en la de San Marcos y otra más en la de San Juan del Río

Ahí lo conocí muy bien. García Márquez observaba, hacía sus comentarios y apostaba a los gallos. Narra que se jugaban gallos en ambas ferias y Roberto Gavaldón aprovechaba el palenque, con el público habitual. Se utilizaban las peleas reales para filmar; nada de peleas arregladas. Luego aparecía Lucha Villa cantando con el mariachi de Pepe Chávez, el Oro y Plata. Se armaban unos escándalos preciosos dentro de las ferias”.

Juan Ibáñez: Una sola película: La Generala, con María Félix. “No nos llevamos mucho, con María, la verdad. Esa película tuvo escenas muy raras: se quemó un caballo, se disfrazó a María Félix de gorgona, con unas víboras en la cabeza, locuras que no funcionaron”.

Jorge Fons: Lo dirigió en Los albañiles, primero en teatro y luego en cine. Lo califica como un hombre “estupendo, uno de los mejores directores del cine mexicano”, que hizo con Salma Hayek, El callejón de los milagros.

“Con Los albañiles fuimos juntos al festival de Berlín y nos ganamos el Oso de Plata, el segundo premio más importante. Hicimos una función especial para los jóvenes estudiantes alemanes, subtitulada en alemán. Después de la función con ayuda de un intérprete, los muchachos hicieron preguntas y se mostraron impresionados de que los “trabajadores de la construcción”, como se les llama en Alemania, estuvieran tan jodidos. Y dije que sí y que no sólo los albañiles, sino también los actores”.

Arturo Ripstein: Lo dirigió en El otro. “No me gustó trabajar con él. No me gustó la película ni la dirección. La película me parece pésima. Cuando preguntan quién hizo está pésima película, dicen “el otro, el otro es el culpable”.

Carlos Velo: Director de Pedro Páramo. “Un asuntazo, pero tan difícil de convertir en imágenes para una novela llena de imágenes, pero cada quien imagina la novela como quiere, aunque ya para concretar en el cine no resultó, a pesar de la magnífica fotografía de Gabriel Figueroa. A mí me parece que el máximo error de entonces fue haber traído a John Gavin, muchachito gringo, muy bonito, para actuar como Pedro Páramo”.

Luis Buñuel: El realizador manchego lo dirigió en Nazarín. “Antes de la filmación tuve problemas con él, porque es un hombre que se portó conmigo bastante grosero, al grado que estuve a punto de dejar la filmación. Llegué al hotel, luego de un viaje por carretera. Me dijeron ahí está Buñuel que lo invita a cenar. Fui al restaurante, me vio y de pronto —delante de todo mundo—, pegó de gritos y me dijo: Pero cómo vienes vestido, así no puedes hacer la película, pero mira nomás que facha.

Entonces yo me enojé. Le dije: Pero si vengo de la carretera, don Luis. A poco quiere que venga ya caracterizado. Mañana, espéreme. A mi favor intervino Gabriel Figueroa: Sí Luis tranquilízate, él sabe caracterizarse, déjalo, mañana lo ves. Al día siguiente cuando ya me presenté maquillado, con el vestuario y preparado, dijo: bueno ya, está muy bien. La relación después tomó mejores cauces, gracias a un amigo común, el autor español Álvaro Custodio, quien me invitó a comer junto con Buñuel.

“Fui a comer con ellos, y ahí Buñuel estuvo muy cordial conmigo. Me preguntó si me gustaban los martinis. Le dije: Sí, don Luis, cómo no, con una buena ginebra. Y él contestó: Ve cómo los preparo. Y ciertamente, preparaba unos martinis deliciosos, buenísimos”.

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—Me gustaría que usted me hablara de la experiencia que le dejó interpretar a un personaje muy significativo de B. Traven, el autor de Canasta de cuentos mexicanos, un hombre enigmático, además de gran escritor, al que prácticamente todo el mundo equivocadamente le llama Bruno Traven. Considero que si muchos mexicanos no conocían su obra a través de sus libros, fue gracias a usted, en su caracterización de Macario en el cine, como el público tuvo un acercamiento con él.

—Yo primero hice Macario, en 1959, al lado de Enrique Lucero y luego Días de otoño, adaptación cinematográfica del texto Frustration de Traven, que en 1962 también dirigió Roberto Gavaldón. Allí actuó conmigo Pina Pellicer.

López Tarso ríe cuando le recuerdo que al despedirme —luego de que lo entrevisté por primera vez—, le dije que sería una buena idea fotografiarle en la mesa de su casa, mientras comía la pierna de un pavo, recordándole su papel como Macario.

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El reconocido fotógrafo Antonio Caballero, interviene en  la conversación:

—Maestro, tengo más de 60 años en el medio periodístico y en muchas ocasiones, especialmente mientras laboré para Cine Mundial, me tocó fotografiarlo. Guardo varias imágenes suyas, algunas inéditas, que le tomé mientras actuaba en el teatro o filmaba, y espero que cuando que termine la emergencia por la pandemia, nos permita hacerle esa fotografía mítica. Sería muy significativa ­—le dice Caballero.

—Claro que sí, y espero que usted pueda obsequiarme algunas copias de las fotos que me tomó. Me daría mucho gusto verlas; es un compromiso. Haremos esa foto con el pavo —asegura el actor. La  entrevista prosigue:

Macario la primera cinta mexicana en ser nominada al Oscar en 1960, es una película muy popular todavía. La televisión la incluye de manera continua en sus pantallas, al igual que Cri-Cri  el grillito cantor (1963), la vida de Francisco Gabilondo Soler y eso ha permitido que aún los más pequeños las vean y sepan quién es usted. ¿Pudo conocer personalmente a B. Traven, de quien el periodista Luis Spota logró revelar públicamente su identidad, luego de una descarnada investigación? —le comento.

—No al inicio. Luego leí muchas cosas sobre él. Me parece más bien que Macario se trata de un relato de la imaginaria, de la tradición oral mexicana de cuentos, como la historia que se llama El ahijado de la muerte, de los hermanos Grimm, autores también, entre otros, de Hansel y Gretel y Blancanieves.

“Recuerdo que mi padre, mientras yo estudiaba el guión de Macario, me preguntó: ¿qué lees? Yo le respondí que estudiaba mi próxima película y entonces mi padre me dijo que él conocía ese cuento desde que era niño y que a él se lo contaban en Michoacán o Guanajuato —de donde era mi abuelo y mi padre—. De manera que yo creo que Traven oyó ese cuento o alguien se lo platicó, y lo redactó, lo firmó y se convirtió en el Macario de B. Traven. Lo recreó muy bien, lo relató estupendamente bien; ordenó todo los elementos en ese cuento maravilloso, lleno de imaginación y con toda razón lo firmó. Yo lo respeto, pero mi teoría es que este es un cuento que emergió de la tradición oral mexicana del siglo XVIII.

—¿Tuvo oportunidad de relacionarse con el periodista Luis Spota, quien escribió la novela La estrella vacía, que usted interpretó en la pantalla al lado de María Félix?

—No propiamente fuimos amigos. Lo conocí, porque alguna vez él fue a ver la filmación. Estuvimos platicando, pero luego de esa ocasión no volvimos a charlar ni mantuvimos ninguna relación. Spota fue pareja de Elda Peralta a quien sí conocí mucho; fue muy amiga mía. Fuimos compañeros desde el inicio de  mi carrera, cuando formaba parte de un grupo muy interesante que se llamaba Teatro Estudiantil Autónomo, (TEA),  dirigido por Xavier Rojas, uno de los directores de teatro popular mexicano de los años 50.

—Recientemente, en internet, el joven Woldemberg Pérez Zúñiga, estudiante de Ingeniería en Tecnología y Desarrollo del Software de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH), logró aplicar color a la cinta Macario, filmada originalmente en blanco y negro. ¿Ha tenido oportunidad de verla? —le pregunto.

—No la hemos visto completa, pero las partes que hemos podido ver, están muy bien. Debo reconocer que los escenarios están muy bien logrados y es sin duda un muy buen trabajo.

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A lo largo de la conversación, se le percibe amable, caballeroso y atento. Desde que debutó en la película La desconocida, dirigida por Chano Urueta (1954), han transcurrido ya 67 años y 70, de su iniciación teatral con la obra Nacido ayer de Garson Kanin. Hoy, a los 96 años cumplidos, Ignacio López Tarso es, sin duda alguna, un icono viviente de los escenarios en México, que no piensa en el retiro.

López Tarso, con el periodista Alberto Carbot. Foto María Batrez

—Me siento bien, pero la edad es una limitante natural; todos los días algo merma tu funcionamiento físico, pero mientras tenga salud y pueda movilizarme, memorizar y expresar los personajes, seguiré haciendo teatro —me reitera finalmente.

Ignacio López Tarso con Roberto Gavaldón y Gabriel Figueroa durante un descanso en la filmación de “La rosa blanca”. Foto Antonio Caballero

Foto principal: López Tarso y Enrique Lucero. Una escena de la película “Macario”