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Número cero/EXCELSIOR

La inminente aprobación del Plan B de la reforma electoral en el Congreso dará lugar a una lucha cuerpo a cuerpo para suprimirla en los tribunales. La batalla por el INE es inédita y empuja la organización comicial hacia un terreno desconocido por intervenir al árbitro a cirugía mayor, sin diagnóstico de la gravedad del mal ni consensos, aunque resulte debilitado ante los partidos.

En el sexenio, el INE ha pasado de autoridad que resuelve el litigio electoral a formar parte del conflicto entre intereses contrapuestos. Ya antes fue objeto de la disputa política, por ejemplo, en la democratización o la impugnación de la elección de 2006, pero la negociación siempre rescató y fortaleció al árbitro de la gresca entre los partidos. Hoy no pasa así. Lo inusual no es ir a otra reforma, sino que la polarización política sepulte toda discusión en la tumba del desacuerdo. Sin reparar en riesgos ni saber a ciencia cierta la razón y el fin de una pelea en el corazón de la estabilidad política del país. Eso no conduce a tomar el control de la institución, como se teme de la reforma de Palacio Nacional, sino a perderlo.

Esta vez, la conspiración se impone sobre la discusión razonada y el consenso, a diferencia de las reformas de los últimos 45 años. El maniqueísmo de posiciones no deja lugar al mínimo territorio común para debatirla sin ver al interlocutor como enemigo ni de negociar sin la descalificación de cuasi traidor a la patria o sepulturero de la democracia. Y, en cambio, deja muchas dudas sobre la habilidad política o el auténtico interés de los contendientes por resolverlo; incluso, para saber si hay algo más que discordia en una batalla en que todos perdemos si se reduce a la disyuntiva de “no tocar al INE” o destazarlo.

La disputa por el INE es una muestra dramática de la división del país. Por ejemplo, el INE sostiene que el plan B pone en riesgo la organización de la elección presidencial y voces a su interior advierten que crea condiciones para anularla en 2024. El oficialismo lo desoye, incluso cuando una declaración de guerra así contra la democracia sea inverosímil del que mayores costos pagaría si el sexenio desembocara en una crisis política.

La confrontación de López Obrador con el INE es pública y notoria, pero el arbitró tampoco ha podido desmarcarse de la polarización. Sobre sus llamados de alerta, el gobierno los minimiza como la defensa de privilegios de una burocracia dorada que se cree intocable. Y reitera la necesidad de ahorro y la austeridad con que ha justificado los recortes presupuestales a un aparato electoral obeso y caro. Con el plan B, ahora contaría con el aval legal para una reestructura que antes impidió la autonomía del INE, pero sin un diagnóstico claro sobre el impacto de reducir hasta 30% de su plantilla para el cumplimiento de sus funciones. Eso no conduce a hacerse de la institución, sino a deshacerla. La aprobación abrirá un alud de juicios laborales e impugnaciones sobre la constitucionalidad de la reforma. De hecho, el litigio ya está en los tribunales aun antes de su aprobación completa. El reto de la Corte será hacer lo que no hizo el Congreso. Un análisis riguroso y allegarse de toda la información técnica y la opinión de especialistas para determinar el riesgo sobre la organización de los comicios. Decidir si el INE con ella podría cumplir o no con sus facultades constitucionales, y si el tiempo para modificar su estructura es adecuado cuando la ley niega hacer cambios 90 días antes de que inicie el periodo electoral en septiembre.

La apuesta radica en que la Corte la rechace o al menos se pronuncie sobre la suspensión de los efectos del plan B, en todo caso hasta junio próximo, para desactivarla en los hechos. Pero la postura es riesgosa si se tienen en cuenta precedentes, como su reciente fallo sobre reformas electorales en la CDMX o el juicio de inconstitucionalidad contra la revocación de mandato, en los que desechó la suspensión al considerar que cambios administrativos no impedían cumplir con sus funciones. Si la Corte siguiera un criterio similar, el plan B podría avanzar, aunque dejara una institución debilitada frente a los partidos. Y, además, responsable de lo que pudiera ocurrir en 2024.