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Se trata de un conjunto de piezas de barro pintado cuyo mérito no es estético, es sincrético. Seis figuras robustas. Los tres magos con sombreros de rueda y colguijes a la manera de tzotziles de San Juan Chamula; un San José, ataviado con un incomprensible bastón de mando, cuando el pobre carpintero no mandaba sobre nadie, y una virgen maría de negra cabellera.

Los dispusieron en uno de los espacios ajardinados del Palacio Nacional. Junto a los enormes trocos de árboles viejos, esplendían las rojas floraciones de las poinsetas, o nochebuenas. En el fondo se aprecian las arcadas del ala sur.

A los lados, en sendos sillones, el matrimonio presidencial. Junto a la sagrada familia; la sagrada pareja, diría alguien.

La escena en sí, como el mensaje posterior, no tienen ninguna importancia intrínseca. Los obvios deseos de feliz navidad y próspero año nuevo son tan frecuentes como una tarjeta de supermercado. Hallmark secuestró los lugares comunes y la disponibilidad instantánea de los parabienes. Su contenido se puede repetir en una charla presidencial en un país de Estado laico. No importa, es una cortesía y como tal, se agradece.

Pero el mensaje del matrimonio López-Gutiérrez, tiene una cierta importancia porque a unos metros de allí, en las salas de la Suprema Corte de Justicia se ha debatido el amparo solicitado por un yucateco jacobino cuya terquedad ya llegó a manos del ministro González Alcántara, y cuyo nombre ahora no interesa, y nos pone en el umbral de prohibir los nacimientos y demás expresiones relacionadas con la religión católica en los edificios públicos.

A ver quién se atreve a expulsar una imagen de la virgen de Guadalupe.

Pero más allá de eso el presidente ha demostrado una vez más cuánto entiende la idiosincrasia de los mexicanos. Nadie lo ha hecho de tan astuta manera.

Primero, él se margina del contenido teológico de la Navidad (como consecuencia de su carácter religioso, y se va a lo tradicional-familiar) y habla del nacimiento del más grande líder social de la historia, el Jesús Cristo, sacrificado por sus verdugos de la clase dominante. Siglos de discusiones desde los padres de la Iglesia se terminan en un asunto simple: no hablo del Jesús divino, hijo de Dios; sino del Jesús humano, esperanza de los oprimidos.

En ese sentido el, planteamiento es impecable, como también la definición personal. Si me preguntan, soy cristiano; pero de mese “cristianismo social”, se podía inferir. No del hijo del poder hecho hombre, sacrificado y muerto por nosotros en una insólita circunstancia de deicidio.

Tanto ha cambiado este país como, para no sacudirse, como lo hizo a mediados del siglo pasado, cuando Manuel Ávila Camacho lanzó un “soy creyente” cuya confesión cimbró a una nación ensangrentada años atrás por una guerra civil con Cristo Rey como grito de combate.

Y con esa salida lateral, del presidente, todo lo demás, hasta los Magos tzotziles, sale sobrando. Son parte esas figuras del sincretismo, del folclore y –como dijo doña Beatriz–; de la artesanía de nuestros pueblos, donde está (esto no lo dijo ella) la verdad profunda de nuestra patria.

En esas condiciones de ofertas pacifistas y deseos bienhechores, el presidente reparte amor y esparce los pétalos de su floral saludo. A todos, hasta a sus adversarios a quienes debe vencer, pero no odiar porque no son enemigos.

Y así, en la informalidad del domicilio, con toscos zapatos mal avenidos con el lustre y el cepillo, camisola con bolsas en el pecho y apoltronado en el asiento, el presidente manda su mensaje final: la esperanza de advenir –algún día— a la República Amorosa de la Cuarta Transformación hija del Humanismo Mexicano y la Fraternidad Universal donde no habrá ni Racismo ni Clasismo, porque no es lo mismo.

Pues vaya. De todos modos, feliz año nuevo, Don Andrés Manuel, para usted y San Francisco de Asís.