COMPARTIR

Loading

Número Cero/ EXCELSIOR

El principal implicado en el escándalo de Odebrecht, Emilio Lozoya, pisó por primera vez la cárcel tras 15 meses de investigación, en que ha salpicado al expresidente Peña Nieto, a Luis Videgaray y a exlegisladores de varios partidos, pero sin ofrecer pruebas de sus acusaciones. La demora del caso más importante del combate a la corrupción de la 4T es más que un síntoma del estado de salud de la justicia ante la zozobra y la desconfianza del caso. A la FGR se le había acabado el tiempo para controlar el proceso penal que agita más las aguas de la política que de la justicia.

La curva de réditos de la administración del escándalo daba ya números negativos a la imagen de la FGR, forzada a pedir al juez revocar las medidas cautelares que acordó con Lozoya para seguir su proceso en libertad a cambio de información. La tardanza en los resultados ya no era tolerable para sostener alguna credibilidad en el combate contra la impunidad. Pero el objetivo de la FGR de lograr limpiar el caso más emblemático de corrupción de gobiernos del pasado naufraga entre la improductividad y el gran impacto público de las denuncias, aún sin comprobación, del exdirector de Pemex.

Por eso el caso sigue teniendo contra la pared al fiscal Gertz, que finalmente se vio obligado a aceptar que Lozoya incumplió con el acuerdo como testigo protegido para desmantelar las redes de sobornos de Odebercht y la reparación del daño por más de 10 millones de dólares desviados a la campaña de Peña Nieto en 2012. La promesa de la FGR de llevar el escándalo Odebrecht a los tribunales desde 2019 había derivado en la percepción de que detrás había una maquinación para preparar la “pila de los sacrificios” del gobierno anterior sin que llegara a pasar nada en los tribunales. El deterioro de la imagen de la Fiscalía no aguantaba más el escarnio por haber sido burlada o burlarse del proceso.

La audiencia en que un juez le dictó prisión preventiva marcaba el plazo para presentar pruebas contra Peña Nieto y Luis Videgaray, así como una larga lista de legisladores a los que señala de recibir sobornos para la reforma energética de 2013. La Fiscalía, sin embargo, se quedó con las manos vacías, aunque Lozoya consiguió una prórroga de 30 días con la negociación de informaciones que —según la acusación— ya obran en la averiguación, como la lista de pagos a consultores en la campaña de 2012 con los sobornos de Odebrecht. La maniobra también podría tratarse de un apretón de tuercas para no sacrificar las ganancias que prometía su confesión y evitar que ahora dé paso a demandas de los acusados por difamación, al haberse ventilado públicamente.

En efecto, a la FGR parece escapársele la oportunidad de demostrar que la justicia puede salir del estado de malestar inveterado de los gobiernos anteriores, debido a incapacidad para lograr resultados o, peor aún, por existir acuerdos tácitos para explotar los escándalos de corrupción sin tocar a todos los responsables. Sus resultados, una y otra vez, han sido generar alarma social, como puede verse de la indignación por las imágenes de Lozoya en el Hunan o en el airado reclamo de “ratero” a Peña Nieto en uno de los hoteles más lujosos de Roma.

A la impotencia por el caso Odebrecht se suma también la posible burla de otro testigo colaborador, Alonso Ancira, quien también trata de incumplir el acuerdo para reparar el daño por la adquisición fraudulenta de Agro Nitrogenados y Fertinal. No son los únicos Waterloos de la FGR, tampoco ha podido girar órdenes de aprehensión contra los “peces gordos” de estos caos. Su situación es compleja porque desacredita la lucha contra la corrupción como prioridad del gobierno, mientras las deudas de sus acusaciones se acumulan entre persecuciones a científicos, el abandono de expedientes de los desaparecidos y casos de abusos de autoridad, como el de Ravelo, por sesgos políticos.

De la ambiciosa transformación que prometía la autonomía de la Fiscalía y la nueva ley de la FGR, lo que sigue sin irse es la vieja PGR. No sólo la impunidad recuerda su baja efectividad, también la falta de rendición de cuentas de un fiscal que parece encabezar las resistencias a abandonar el uso político de la justicia.